Aleccionado y estimulado por Rubens a quien había conocido el año anterior, Velázquez obtiene licencias para visitar Italia. Recorre varias ciudades y curiosamente no se detiene en Florencia, la considerada cuna del Renacimiento. Llegado a Roma, advierte que el debate artístico está dominado por los planteamientos de la Escuela Boloñesa que concede especial relevancia a la manifestación de «gli affetti» ( los afectos).
Bolonia, la segunda ciudad de los estados pontificios, asiento de la universidad más antigua de Occidente, era una potencia cultural a finales del siglo XVI y comienzos del XVII. Su alta burguesía promocionaba el mecenazgo con el consecuente desarrollo de la actividad artística.
En 1582 Ludovico Carraci y sus primos Agostino y Annibale fundan la «Academia del Naturale». Vencido bastante el caravaggismo, descartado al Manierismo, se intenta conjugar Naturalismo y Clasicismo. Una pléyade de importantes artistas se alinean en dicha tendencia: Reni, Domenichino, Lanfranco, Guercino…etc.
Dato importantísimo del momento es la publicación en la misma fecha, 1582, del tratado del cardenal Gabriele Paleotti titulado «De imaginibus sacris et profanis». Auténtica «summa» pictórica, traducida al latín para mayor difusión, que se convirtió en guía de tratadistas y pintores, particularmente de la corriente boloñesa.
Las líneas directrices del tratado son claras:
El pintor tiene que ser un hombre culto, al que no le basta con la técnica, aunque no pueda carecer de ella. Debe estar persuadido, según la tradición, de que la Pintura se equipara a la Oratoria, superándola incluso en su poder persuasivo. Por ello debe vivir «los afectos» que quiere transmitir.
Antonio Tempesta, 1606
El pintor sevillano tiene la cualidad innata de ver y aprender simultáneamente, y de realizar al punto una obra maestra, abriendo y cerrando etapa para evolucionar hacia otra nueva más avanzada. Así lo hace aquí en Roma, pintando por propia iniciativa sus dos obras más académicas, enfocadas como manifestaciones de «afectos» bajo el Poder de la Palabra: «La túnica de José» y «La fragua de Vulcano».
Para ambas obras pone en juego el rigor y equilibrio boloñeses con la sensualidad colorista veneciana, juntamente con un absoluto y perfectísimo dominio del desnudo, sereno y escultórico, en cuyas carnes repercute el impacto de los afectos. En estas obras ya no queda nada del tenebrismo de su época sevillana.
Vulcano, esposo de Venus, es el dios herrero en cuya fragua, situada en lo más hondo de la tierra, se fabrican las armas y los pertrechos bélicos de dioses y héroes. En un momento dado Apolo irrumpe en su fragua y le dice a Vulcano que Venus le es infiel con Marte, el dios de la guerra.
El adulterio de Venus es un tema de más desarrollado literario que iconográfico. Así los poetas -Homero, Horacio...- se detienen en narrar la venganza del dios engañado. Vulcano, como habilísimo artífice que es, fabrica una sutilísima red metálica que coloca sobre su lecho y en la que queda atrapada la pareja de adúlteros, a los que, acto seguido, expone al escarnio e irrisión de los dioses convocados.
A Velázque no le interesa en absoluto el tema de la venganza de Vulcano ni las consecuencias morales que del tema se siguen. Lo que a Velázquez le interesa es ejemplificar la aprendida doctrina de «gli affetti». Y para ello nada mejor que el tema mitológico que ha podido leer en las Metamorfosis de Ovidio, libro que tenía en su biblioteca. También es probable que conociera el grabado de Tempesta (Primera figura adjunta), si bien le da un replanteamiento distinto. En pocas palabras, lo que le interesa a Velázquez es el impacto del «chivatazo» de Apolo en Vulcano y en los colaboradores que trabajan con él en la fragua.
La acción se desarrolla en la fragua del dios herrero, al que vemos impactado por la noticia que le comunica Apolo. Igualmente afectados vemos a los tres cíclopes que colaboran con el maestro, Brontes, Estéropes y Piracmón. Completa la escena un ayudante en la penumbra del fondo.
Para el logro de los efectos pretendidos Velázquez realiza un doble esquema compositivo, en anchura y en profundidad; esquemas simples pero muy eficaces.
En anchura contrapone la acentuada verticalidad de Apolo a las variadas actitudes de Vulcano y cíclopes, a los que enmarca en la curva de un fragmento de paréntesis. Modo eficaz de resaltar la rotundidad de la palabra que afirma en oposición a la sorpresa silenciosa que agita y descontrola.
En profundidad distribuye la escena en tres planos, colocando a los cinco personajes fundamentales en foma de «M» (línea roja). Tres delante y dos remetidos. Con ello logra que el no muy amplio espacio en que están los personajes resulte transitable y permita ver, entre las piernas de las tres figuras delanteras, los utensilios propios de una fragua. Utensilios y pertrechos pintados con la calidad que el pintor ya había manifestado en Sevilla. Calidad que se muestra también en los objetos cerámicos colocados en la repisa de la chimenea.
El cíclope central nos muestra la maravillosa anatomía de su espalda y nos invita a adentrarnos en la escena. Al impacto del inesperado mensaje, queda literalmente pinchado, con el talón de su pie izquierdo alzado, y relajado el mazo entre sus manos.
Para cerrar el paréntesis a nuestra derecha y concentrar la atención en Apolo y Vulcano, el pintor somete al segundo cíclope a un escorzo que, al mismo tiempo, le deja via libre a su mirada. Tenso de pierna y brazos, el cícople trabaja una armadura. En esa actitud tensa queda petrificado su esfuerzo.
El tercer cíclope es sin duda el más afectado. Por su boca y ojos abiertos vemos que ha quedado «patidifuso», como decimos coloquialmente.
El ayudante del fondo, perdido en la penumbra, no nos permite afirmar si esboza la sonrisa del que se dice «yo ya lo sabía» o si muestra un gesto de compasión ante la afronta que se le ha hecho al maestro.
El punto central del cuadro es, sin duda, la tensión que se marca entre Apolo y Vulcano, mensaje e impacto. Notamos que ambos tienen la cabeza algo echada hacia atrás. Efecto idéntico de causas distintas: énfasis del mensajero y puesta en guardia sorpresiva de Vulcano ante el mensaje.
Aunque el emisario de los dioses sea Mercurio, en este mito de la infidelidad de Venus, el portador de la noticia es Apolo, al que vemos coronado con el laurel de los poetas. Fundido aquí con el Sol, tiene la virtud, por su luz, de desvelar los secretos más oscuros. Velázquez lo presenta como un joven autosuficiente, seguro de la veracidad de su mensaje, que subraya con el índice alzado de su mano derecha. Salta a la vista que el pintor ha querido marcar visiblemente el contraste entre la segura verticalidad de Apolo y el desgarbado juego de curva y contracurva con que se presenta la figura de Vulcano, afectado y destabilizado por el impacto de la noticia. Y lo ha hecho recurriendo a un juego sabio de verticales (el marco de la ventana y dos más, muy visibles en la pared del fondo). Verticales de doble y contrapuesto efecto: si por un lado acentúan la serena verticalidad de Apolo, por otro dejan en evidencia el flanco izquierdo del descaderado Vulcano que afloja brazo y mano con que coge la tenaza que sujeta la lámina de hierro rusiente que vemos sobre el yunque.
Derrengado Vulcano, pero no vencido. El resto de la fábula nos relata cómo el dios herrero reacciona y logra vengarse de los adúlteros. Aquí, en su rostro apreciamos el toque magistral del pintor sevillano, pues nos permite leer a un tiempo los efectos más opuestos que le produce el mensaje: desorbitados ojos de sorpresa e incredulidad y coléricos ojos del que piensa en el ultraje recibido y urde la venganza.
Maravilloso cuadro que resalta el poder de la palabra y sus efectos en un audotorio tenso y silencioso; cuadro que nos trae a la memoria el episodio de Eneida, canto II, 1, cuando Virgilio describe con un único y concentrado exámetro el tenso silencio con que el audorio escucha la narración de Eneas:
«Conticuere omnes intentique ora tenebant»