Vals Triste de Sibelius. Si le abrimos la puerta, si lo dejamos entrar, si lo escuchamos, se nos embriaga el alma de tibia tristeza sin saber por qué. Y nos acordamos de Verlaine:
«C’est bien la pire peine de ne savoir pourquoi, sans amour et sans haine, mon coeur a tant de peine!»
(Es la peor pena el no saber por qué, sin amor y sin odio, mi corazón tiene tanta pena).O nos acordamos de Gil Vicente (1465-1535):
«La música debe ser su madre de la tristura»
Allí, en su tragicomedia «Don Duardos», cuando la bella dama parece inalcanzable, su belleza se convierte en belleza dañada de amor, manantial de tristeza musical que acongoja el alma del caballero. La música tiene el poder de licuar el alma. Contra ello, para no perder nuestro autodominio, sólo nos queda enarbolar escudo y lanza y gritar con Unamuno:
¿Música? ¡No! No así en el mar de bálsamo me adormezcas el alma; no, no la quiero; .......................... La música me canta ¡sí! ¡si! me susurra y en ese sí perdido mi rumbo pierdo...
Pero es inútil. Contra la música apenas se puede ganar alguna que otra batalla. La música se impone; es universal. Y cósmica. ¿No hablaban los antiguos del sonido de las esferas? (Aquí se podría citar la «Oda a Salinas» de Fray Luis de León). Pedimos música; la necesitamos. «De la musique avant toute chose», pedía Verlaine hasta para la propia poesía).
¿Por qué interiorizamos el Vals Triste de Sibelius? ¿Es porque nos adentra inconscientemente en la Danza de la Vida?
Como de un magma oscuro de sonidos bajos, los violines van configurando el ritmo 3/4 del vals. Surge una melodía lírica de la flauta y el oboe. Las notas ascienden; quieren alcanzar un clímax, como el cohete que estalla en las alturas, pero no lo alcanza; se derrumba. Tras un silencio, surge un nuevo intento. El vals se acelera, busca de nuevo el clímax sin alcanzarlo, y de nuevo se derrumba. Y ya, lentísimo y pianísimo, el vals se disipa.
Esta pieza, que hoy se interpreta independiente, fue creada como música incidental para una obra de teatro titulada «Kuolema» (Muerte), cuyo tema es la vida de un tal Paavali.
El vals corresponde a un momento de la infancia de Paavali. El niño está velando a su madre enferma, que está dormida. En su sueño la madre cree estar en una sala. Suena una música que se acerca; la sala se llena de gente que danza. La enferma se mezcla con la gente y danza, pero se agota pronto y se derrumba. Tras un silencio, lo intenta de nuevo y de nuevo se derrumba. Oye que llaman a la puerta; la abre y cree ver a su difunto esposo, pero es la muerte que viene por ella.
En el sentido de que el clímax de la vida es inalcanzable, se puede establecer una cierta analogía entre el «Vals Triste» y «La Danza de la Vida», cuadro de Edvard Münch, pintor expresionista. Si a Leonardo le interesaba la perfección de la anatomía humana, «yo disecciono almas», decía el pintor.
Es un atardecer de verano. La luna aparece en el horizonte marino y se refleja en el agua. En un prado verde, cercano al mar, vemos personajes en dos planos. En el segundo plano, parejas que bailan. En el primero, algo que nos recuerda las tradicionales etapas de la vida. Pero aquí, relacionadas con la danza de la vida. A nuestra izquierda, la joven que espera el momento cumbre. Su traje blanco se adorna de flores amarillas. Se dispone a coger la flor que tiene cerca. A nuestra derecha, la mujer de negro. Triste, insatisfecha, contempla el pasado. Está al alcance de la muerte. ¿Y en el centro? Una pareja.. Ella viste el rojo de la pasión amorosa. Incluso su amplio traje forma en sus pies una amplia ola que parece envolver a su pareja. Pero sus rostros parecen máscaras que se miran. Parecen clavados en el suelo; no alcanzan el movimiento de la danza de la vida. Es un fracaso ¡No alcanzan el clímax, como tampoco lo había alcanzado la madre de Paavali en el Vals Triste!