La Purificación de la Virgen
o la Presentación del Niño en el Templo

José Luis Sierra Cortés

Luis de Morales, c.1562. Óleo sobre tabla. 146’5 x 116 cm. Museo del Prado.


Para conocer lo representado en el cuadro recurrimos a Lucas 2, 22-24 y siguientes.

22. Cuando se cumplieron los días de la purificación de ellos, según la Ley de Moisés, llevaron a Jesús a Jerusalén para presentarlo al Señor.

23. como está escrito en la Ley del Señor: Todo varón primogénito será consagrado al Señor.

24. y para ofrecer en sacrificio un par de tórtolas o dos pichones, conforme a lo que se dice en la Ley del Señor..

Hay que admitir que el texto citado deja bastante que desear. Hace referencia a la «purificación de ellos», cuando la purificación, según la ley judaica (Lev. 12, 6), afectaba sólo a la madre parturienta. Purificación de María y Presentación del Niño en el Templo son dos acciones distintitas, si bien aquí aparecen simultáneas. La acción de «ofrecer en sacrificio» - cuya motivación queda imprecisa- corresponde a la purificación de María, cuya pobreza se manifiesta al no ofrecer un cordero sino un par de pichones, según Levítico 12, 8. (Vemos los pichones en la cestita que lleva la primera muchacha). El Niño, como primogénito consagrado a Dios, sería rescatado con las cinco monedas de plata, según el Pydon Haben, el ritual judío de «La Redención del primogénito».

A continuación el texto evangélico narra las intervenciones exaltadas de los venerables y piadosos ancianos Simeón y Ana. Esta última, en contra de lo más habitual en iconografía, no está representada en el cuadro. Sí reconocemos fácilmente al anciano Simeón que tiene al Niño envuelto en pañales blancos sobre el altar o mesa. A su lado vemos a María y, algo más al fondo, a José. Según el texto de Lucas, Simeón proclama al Niño como «luz para iluminar a los gentiles». ¿Tenemos en este versículo la justificación de la procesión de las candelas que vemos en el cuadro? Diríamos que sí si nos atenemos a la epacta o añalejo actual de la liturgia del día 2 de febrero. La fiesta que se celebra es la Presentación del Niño en el Templo, quedando relegada a segundo plano la antigua fiesta de la Purificación de María. En el misal leemos: «Queremos seguir a Jesús como la luz de nuestra vida». Dicho esto, según las rúbricas se bendicen los cirios y se organiza la procesión: «Marchemos en paz para encontrar al Señor». Pero por coherente que nos pueda parecer lo acabado de decir, el origen de la procesión cristiana de las candelas hay que buscarlo en la Edad Media y, más remotamente aún, en las fiestas Lupercales que ya se celebraban en los orígenes de la ciudad de Roma, cuando ésta carecía aún de «civilización y de leyes», según Cicerón. (Pro Caelio, 26).

Lupercales (lupus + hircus, lobo más macho cabrío) ya muestran en su etimología la condición de «salvaje y agreste» que les atribuye Cicerón en el lugar acabado de citar.

Abundan las referencias sueltas a las lupercales en los autores latinos sin que nos sea posible lograr una información cabal de sus celebraciones, a veces descritas como licenciosas. Constaban, como tantos otros movimientos de origen agrario, de celebraciones, procesiones y rituales religiosos de purificación popular y de petición de fertilidad agraria y de fertilidad femenina. Los sacerdotes lupercos corrían por el Monte Palatino -desnudos, según Ovidio- azotando a las mujeres para estimularles la fecundidad. Las lupercales, como otros rituales de purificación y fertilidad, se celebraban en el último mes que se añadió al calendario romano; mes que junto a la purificación del pasado se abría a la fertilidad del año que comenzaba por esas fechas; mes que recibió el nombre de febrero, término derivado de «februare», purificar. Cuando Teodoro declaró ilegal el paganismo en el 392, las lupercales quedaron reducidas a festejos populares que el papa Gelasio I (492-496) prohibió por degradantes, instituyendo en su lugar la fiesta de la Purificación de María con la celebración de las candelas.

*

Luis de Morales, c.1562. Óleo sobre tabla. 146’5 x 116 cm. Museo del Prado.

Me impacta en este cuadro la inmediatez de la escena de procesión, conseguida con un enfoque que se diría fotográfico, de primer plano, tomado algo en picado de arriba abajo, quedando recortada la escena en su parte inferior y en sus laterales, particularmente en el grupo procesional de las portadoras de cirios.

La composición es sencilla, pero permite un fortísimo contrate entre las verticales, a nuestra derecha (José, María, Zacarías y columnas) y las imaginarias líneas inclinadas que marcan el curso de la procesión, cuya sensación de movimiento hacia nosotros se acentúa. Es probable que la mayoría de los espectadores comience a leer el cuadro desde la pierna adelantada de la primera muchacha. Notaremos que el enfoque en picado del altar no coincide con el de las jóvenes en procesión. Y también, entre otros muchos detalles, cómo la primera muchacha inclina un poco su vela para no tapar el rostro de la que la sigue.

Morales parece ser uno de esos artistas dotados a los que les llegan corrientes nuevas al mismo tiempo que las evolucionadas siguientes. Su temática es de transición medieval tardía: imágenes piadosas de devoción, de actitud doliente. Todo lo más alejado de la corriente rafaelísta. Vemos cómo con el Renacimiento le llega simultáneamente el Manierismo. Pero no el italiano sino el flamenco, de suerte que se ha llegado a pensar que fuera discípulo de Pedro de Campaña. Su detallismo, su pincelada minuciosa, su concepción del espacio son flamencos. Pero por sus tipos, colorido o «sfumato» también se ha pensado en una estancia del pintor en Valencia donde recibiría la clara influencia italiana, particularmente lombarda, de los discípulos de Leonardo.

Luis de Morales (1510?-1586) nació en Badajoz. Por su gran popularidad y la temática únicamente religiosa de sus cuadros, fue conocido como el «Divino». El suegro de Velázquez, Francisco Pacheco, en su tratado de pintura, lo considera muy apreciado por el pueblo pero carente del aprecio de los entendidos. En el siglo XVIII se interesan por él y resaltan su figura don Antonio Palomino y Ceán Bermúdez. A pesar de la importante aportación de estos dos eruditos, la figura de Morales sigue pendiente de nuevos estudios. La crítica actual lo considera el mejor pintor español de la segunda mitad del siglo XVI, exceptuado el Greco.