¿Quién no se recuerda sentado en su pupitre, con el De Miguel al lado, intentando doblegar la resistencia del hipérbaton en las églogas de Virgilio? Tityre, tu patulae recubans sub tegmine fagi...». Y al tiempo que ordenábamos la frase («Tu, Tityre, recubans sub tegmine patulae fagi..», «Tu, Títiro, bajo la copa de un haya frondosa recostado..»), saboreábamos el ritmo cadencioso y solemne del hexámetro latino. Y de este modo, entre tenso y distendido, nos adentrábamos en los idilios de un mundo pastoril de églogas y bucólicas, donde, en una Arcadia idealizada, los pastores se intercambiaban sus penas de amor y desengaños.
Pero el género bucólico venía de atrás. Lo había iniciado en la Magna Grecia Teócrito, activo entre los siglos cuarto y tercero antes de Cristo. La Arcadia original, la geográfica, era más bien una tierra inhóspita del Peloponeso, poblada por los primitivos pelasgos, rudos pastores. Pero la mitificación, que es poderosa, la convirtió en una naturaleza paradisíaca lo mismo que había hecho del monte Olimpo la morada de los dioses.
Y ya el género bucólico, en verso o novela, nos acompañó hasta el siglo XVIII. Los nombres de Salicio, Nemoroso, Galatea, Melibeo, Filis, Amarilis... y tantísimos otros que, frecuentemente, enmascaraban nombres reales, se nos hicieron habituales, tanto en literatura española como extranjera.
Pero tal vez sea la Aldea de la Reina, del Petit Trianon, mandada construir por la discutida y denostada de frivolidad María Antonieta, la que, superando la ficción literaria, llevó la Arcadia del género bucólico a su cumbre plástica y a su derrumbe. Alejada del grandioso y ostentoso palacio del Rey Sol y del más sosegado, pero no menos solemne, Grand Trianon, la Aldea de la Reina, cuyo acceso renuncia al jardín francés y opta por los vericuetos de jardines a la inglesa, se presenta a la vista del que llega como una idílica aldea pastoril con sus huertos y pequeñas casitas de adobe, destinadas a las diversas funciones cotidianas: molino, panadería, vaquería, casa de agricultores, etc. Se cuenta que con sus damiselas, vestidas de pastoras, allí pasaba sus días María Antonieta, ignorando voluntariamente el bullicio de la corte; ignorando igualmente la agitación que sublevaba a los parisinos e ignorando que la guillotina muy pronto la tomaría como punto de mira.
La primera vez que, cámara en mano, accedí a la Aldea, la vi como un recuerdo de sí misma, licuándose y sumergiéndose en las movedizas aguas de la memoria:
Es cierto que Virgilio en su bucólica V, 42 alude a la tumba y deificación del mítico Dafnis. Pero en opinión de muchos críticos Virgilio, desde su Arcadia poética y bajo el nombre de Dafnis, está aludiendo a un hecho ajeno a ella; al hecho real de la muerte y deificación de Julio César. Fue mucho más tarde, cuando el barroco, superando el paréntesis idealista y voluntarioso del Renacimiento y entroncando con los lúgubres temas de finales del gótico, irrumpió brutalmente en la Arcadia, despertándola de un sueño de siglos: «Et in Arcadia ego». Cruda y lacónica frase con elipsis y metonimia: «También YO (la MUERTE) ESTOY en la Arcadia».
Con este título había pintado un lienzo el Guercino en 1622. Pero la obra que ha alcanzado más fama es la segunda versión que hizo del tema, en torno a 1640, el pintor francés Nicolás Poussin. Poussin, conocido como el «maestro del clasicismo francés» (época barroca), dista de ser un genio comparable a Rembrandt o Rubens, por citar sólo a dos de sus contemporáneos. Pero Rembrandt a su lado parece excesivamente dramático, y Rubens grandilocuente y exaltado. Poussin es un pintor sin arrebatos poéticos; no quiere correr el riesgo de la inspiración. Si la expresión no fuera vulgar, diría que pintaba con el freno puesto. «Con el tiempo y la paja -decía él mismo- maduran los nísperos». Pero se equivocaría quien pensara que era insensible o frío. Basta cotejar alguno de sus bocetos y la obra terminada para comprobar cómo pasa de lo espontáneo y dinámico a una construcción formal de predominio mental. Con razón decía Cézanne que su ideal era «faire du Poussin d’après nature. En pocas palabras, la pintura de Poussin es una pintura meditada que, mediante el equilibrio sereno de formas y colores, nos invita a una meditación interiorizada.
Así lo vemos en el cuadro. La línea de horizonte se inscribe en una curva ascendentedescendente. El pastor de la izquierda abre una curva a modo de paréntesis que se cierra en la espalda de la sacerdotisa del primer plano de la derecha. En el centro de ese paréntesis se sitúa el núcleo del tema: una tumba con la inscripción «Et in Arcadia ego» y una pregunta sin respuesta. Dos parejas desiguales de troncos, detras de la sacerdotisa, parecen querer sostener su verticalidad. De ese grupo de árboles arranca otro que se inclina, acompañando la genuflexión de los dos pastores del centro, de idéntica pose, pero especularmente invertida.
¡Ha surgido la trágica sorpresa! Los pastores, los habitantes de la Arcadia paradisíaca, han encontrado un tumba que les dice que la muerte también reside allí. El pastor de la izquierda ha quedado profundamente afectado. Su rostro, apesadumbrado y cabizbajo lo dice. Y lo confirma la inestabilidad de su postura de piernas cruzadas que le exige apoyarse en la tumba. A su lado, el primer pastor arrodillado repasa con su dedo la hendidura del fatídico texto labrado en la piedra como si no diera crédito a sus ojos. Es el otro pastor arrodillado el que pone el dedo en la llaga del tema al solicitar una aclaración. Su mano izquierda señala texto y tumba; su rostro, triste y suplicante, se dirige a la sacerdotisa pidiendo explicación a quien teóricamente podría darla. Pero el lenguaje corporal de la sacerdotisa es suficientemente claro. Su rostro, más que pensativo, parece haberse quedado con la mente en blanco, y la laxitud de la pose vertical de su cuerpo, apoyando un brazo en la espalda del pastor, y el otro en jarra, ya no se corresponde a la vertical certeza de los troncos que la respaldan. No, no; la sacerdotisa no sabe; la sacerdotisa está vacía de respuesta.
«La felicidad sujeta a la muerte». Así interpretó esta obra Giovanni Bellori pocos años después de ser pintada. La vida del hombre sobre la tierra no tiene paraísos fiscales exentos de tributar a la muerte. Ya lo había dicho el viejo Horacio: «Omnia mors aequat» (Todo lo iguala la muerte).