Sevilla está celebrando «El año de Murillo», coincidiendo con el cuarto centenario del nacimiento del pintor sevillano más vinculado a su ciudad natal.
Confieso que en mi primera juventud fui un ferviente devoto de Murillo. Me agradaba leer en algún libro de arte que Murillo y Rafael eran los mejores pintores de la historia; que eran insuperables dibujantes y creadores de belleza; que Murillo había sido famoso en vida, tanto en España como fuera de ella, etc.
Confieso que poco después se me fue enfriando el fervor; su pintura religiosa me parecía envuelta en un halo de dulce sensibilidad. Sensibilidad evidente que yo juzgaba acaramelada más bien que «esperanzada». No cabe duda de que yo emitía un juicio precipitado que no tenía en cuenta que si evolucionar y cambiar de enfoque es normal, no debería serlo el perder de vista las circunstancias históricas propias del personaje o tema estudiado.
Hablar de un Murillo desconectado de las trágicas circunstancias de su Sevilla natal, en la que vivió siempre, sería hablar de otro personaje. El pintor veía con dolor cómo su ciudad, puerto fluvial de las Indias Occidentales, cedía protagonismo a la Cádiz marítima; vio cómo su floreciente ciudad, que a finales del siglo XVI tendría unos 130.000 habitantes, reducía su población a la mitad, asolada por la peste de 1649. Treinta y dos años tenía el pintor cuando la peste entró en Sevilla. Y hasta el final de su vida convivió con sus efectos fatales: mortandad, orfandad, hambre, pobreza, miseria, desolación… El era el benjamín de catorce hermanos; huérfano de padre y madre desde los nueve años; más tarde, padre de una familia numerosa de nueve hijos. La experiencia de muerte cercana se le hizo inevitable. Pero a pesar de las circunstancias adversas su actividad artística no conoció eclipse. Sí, la ciudad estaba arruinada pero su fama era grande y no le faltaron encargos de conventos, banqueros y comerciantes. Muchos de estos últimos eran extranjeros y difundieron la obra y la fama del pintor más allá de las fronteras.
Lo que sorprende grandemente al que accede a las obras de Murillo, conociendo las duras circunstancias en que nacieron, es que son obras vitalistas, inmunes al desaliento y no se permiten reflejar la adversidad entorno.
«En sus obras se refleja lo que es el temperamento de Murillo -dice el profesor Enrique Valdivieso en su catálogo razonado de las obras de Murillo, donde las analiza una tras otra en relación con el momento histórico de la ciudad de Sevilla-, un temperamento que es consciente de que vive en un momento en el que la gente está abatida».
Un temperamento tal no puede ser sino seguro de sí, positivo, tesonero, pronto a contrarrestar el pesimismo ambiental con una pintura afectiva, cordial, sea religiosa o de género; una pintura que eleve el ánimo y la esperanza. Donde mejor se observa el talante positivo de Murillo es, sin duda, en sus cuadros que tienen por tema los niños de la calle. En la realidad eran niños que habían sobrevivido a la peste; niños huérfanos o sin anclaje familiar; niños que deambulaban por las calles como famélicos perros callejeros, viviendo del pillaje. Murillo no les cambia la condición, pero sí el talante; los dignifica, les justifica el pillaje por las huertas de las afuera de Sevilla; los vemos saboreando melones, uvas… etc. Son niños que dialogan y juegan. Seguirán vistiendo harapos, pero en sus rostros, embellecidos, sin perder su condición popular, aparecen risas y sonrisas de satisfacción. Sea cual sea en cada caso mi nivel de apreciación de la pintura de Murillo, he de confesar finalmente que cada vez que me he enfrentado a un cuadro suyo, el pintor me ha desplegado sus cualidades técnicas y poéticas y me ha vencido porque me ha convencido.
El 31 de diciembre pasado tuve noticia de que Sevilla estaba celebrando el «Año de Murillo». Ese día era domingo, festividad de la Sagrada Familia. Espontáneamente se me impuso la asociación del pintor con una de sus obras más apreciadas, La Sagrada Familia del pajarito».
Y juntamente me vino a primer plano la deuda que había contraído con Murillo de comparar su cuadro con uno de Federico Barocci, del que, según el Marqués de Lozoya, nuestro pintor había tomado la escena del pajarito. Aquello había ocurrido en horas bajas de mi aprecio por Murillo.
Por circunstancias de espacio, distancia y poca movilidad del pintor podemos afirmar, sin miedo a error, que Murillo no conoció el cuadro original de Barocci sino un grabado del mismo realizado por Cornelis Cort en 1577. En la literatura artística de la época renacentista y posteriores sorprende leer juicios de valor sobre obras que sólo eran conocidas mediante grabados. Nos es difícil imaginar el poder de difusión artística que ejerció el grabado hasta la invención de la fotografía. En la formación de Murillo jugó un papel importante el estudio de los grabados que acumulaba y estudiaba. El tomar «préstamos» de obras ajenas no se consideraba demérito; la auténtica originalidad estaba en el tratamiento del tema. Basta con asomarse a la producción literaria de la época para comprobarlo.
Ambas composiciones con el tema de «La Sagrada Familia del pajarito» como fondo tienen más divergencias que convergencias.
Lo que específicamente le ha interesado a Murillo del cuadro italiano y le ha servido de modelo es la presencia de un niño que muestra un pajarillo a un animalito que parece reclamarlo alzando una patita. El animalito en el lienzo de Murillo es un perrito; en el de Barocci parece ser un gato. Hay un dato que me parece muy importante y muy pretendido por nuestro pintor, eliminar a San Juanito y darle protagonismo al Niño Jesús, que en el cuadro del italiano no es sino un espectador distraído que deja de mamar. Ahora Murillo le pone en el rostro una sonrisa, a un tiempo divina y humana y coloca su cabeza en el centro geométrico del cuadro, con lo que el tema del juego del Niño Jesús con el pajarito queda absolutamente subrayado y bien encajada y centrada la composición total. No ocurre así en el cuadro, de orientación vertical, de Barocci, pues en la diagonal que va del gatito a la cabeza de San José introduce un tema nuevo, la Virgen mirando al Niño Jesús, lo que rebaja protagonismo a la escena del Bautista con el pajarito, quedando perdida la mirada de San José. Nos podemos preguntar, aunque sin esperar respuesta, por qué Barocci no le dió al Dios-Niño todo el protagonismo del juego y del cuadro. ¿Lo juzgaría una infracción a la doctrina del «decoro»? En Murillo no se plantea el problema. En su pintura querer separar lo divino de lo humano es como pretender distinguir en el lejano horizonte marino del anochecer los profundos azules de tierra y mar. Los pobres y desheredados de la tierra entran en sus cuadros esperanzados y piadosos y son atendidos por personajes del cielo desprovistos de nimbos identificadores.
El formato apaisado que Murillo le da a su cuadro, la eliminación de San Juanito, la organizacion espacial y el tratamiento dado a los personajes -en particular al simpático protagonismo del Niño juguetón- transmiten una sensación de paz, de reflexión y de silencio «religioso» que se comunica entre ellos y con los espectadores. ¿«Religioso»? ¿Pero es que no podemos ver este cuadro como pintura de género, una escena simplemente familiar y humana? Para responder correctamente habría que desplegar una amplia casuística. De lo que no dudo es de que a un sevillano de la época no le hacía falta conocer el título de la obra.
Técnicamente el cuadro corresponde a la primera época del pintor, influido por Zurbarán, con restos del tenebrismo sevillano. No quiero cerrar esta breve nota sobre Murillo y su cuadro La Sagrada Familia del pajarito sin resaltar la importancia concedida en él a San José. Este no es ya el anciano, en parte ridiculizado, al que en Bélén los ratones le roen los calzones y al que se le avejenta para resaltar, por contraste, la virginidad de María. Murillo se alinea con la corriente surgida a comienzos del siglo XVI, fomentada por los carmelitas para dignificar la figura del santo. Si normalmente la relación con el Niño la protagoniza María que además suele centrar la composición en los cuadros del sevillano, en este caso la vemos desplazada. La imagen poderosa de San José se resalta inscrita en un triángulo que va del perrito a la cabeza del santo, baja hasta los pliegues del manto junto a la mesa de carpintero y cierra por la parte baja volviendo al perrito.