POR LOS SENDEROS DE LA MÚSICA ANTIGUA

José Luis Sierra Cortés

La música es arte del tiempo; no se beneficia de la perdurabilidad de que gozan las artes del espacio como la escultura o arquitectura, por ejemplo. El sonido dura lo que dura su ejecución; y «a menos que los sonidos sean recordados por el hombre, estos perecen, porque no pueden ponerse por escrito» (San Isidoro. 560-636). Sí, se pusieron satisfactoriamente por escrito pasados muchos siglos, muy avanzado ya el medievo, y dados muchos pasos previos de corta eficacia. De dichos pasos previos se conservan anotaciones en las diferentes culturas, utilizando generalmente letras del alfabeto y algunos signos. Es fácil comprender que anotar altura de sonido, duración, tiempo, carácter, articulación etc. no es tarea fácil.

Se considera iniciador de la anotación actual al monje benedictino Guido de Arezzo (992-1050) que introdujo el tetragrama, predecesor de nuestro pentagrama. Para el nombre de la notas se sirvió de las primeras sílabas de cada verso del Himno a San Juan Bautista que había compuesto anteriormente otro monje benedictino, Pablo el Diácono (720- 800): Ut queant laxis / Resonare fibris / Mira gestorum / Famuli tuorum /Solve poluti / Labii reatum / Sancte Ioannes. (Giovanni Battista Doni (1593-1647) cambió ut por do para facilitar el solfeo; hay quienes opinan que para dejar constancia de su apellido).

Volcar en un pentagrama la inspiración es un logro importante que sin embargo no oculta otra desventaja de la música respecto a las artes del espacio. El escultor bloquea su inspiración en su escultura terminada; la interpretación del crítico no le afecta. No ocurre así en la música. La inspiración escrita en papel no suena; necesita un intérprete que, en tanto que tal, le insufla los matices de su propia lectura creativa.

Harán falta más siglos antes de que la música supere su condición de efímera pudiéndose grabar en soportes adecuados.

El aficionado curioso que se adentra por los senderos del sonido musical desde su más remota antigüedad hasta el logro de una transcripción escrita, adecuada, no está en excesiva desventaja respecto al musicólogo profesional. Ambos deambularán por mundos insonoros; insonoros, sí, pero con tal abundancia de información de cómo la música impregnaba la vida cotidiana del hombre desde sus orígenes que tendrán que preguntarse, más en actitud de sociólogos del arte que de musicólogos, si el lenguaje del hombre y la música no crecieron juntos.

*

Con la libertad que me otorga la curiosidad de conocer la relación de la música con la sociedad de su tiempo me permitiré un recorrido ad libitum, no exento de capricho, por algunos puntos de mi interés.

De la vivencia de la música a su escucha

Discuten los musicólogos si ciertos instrumentos hallados de la época prehistórica eran o no musicales. De lo que no cabe duda es de la enorme cantidad de datos, instrumentos musicales, imágenes y textos que nos legaron desde su entrada en la historia tanto las grandes culturas como las más rezagadas. Está muy estudiada, por ejemplo, la importancia de la música en los grandes imperios agrícolas, sea en el cerrado Egipto o en la Mesopotamia abierta a la secuencia de sus múltiples culturas.

Música y cánticos para las manifestaciones regias, para las ceremonias religiosas, para los festejos populares, para el ritmo de la tropa, para las faenas agrícolas, para suavizar el duro esfuerzo del trabajo de los esclavos en el acarreo de piedras para las pirámides, etc. La música impregnaba todas las actividades de la vida social. Y las aliviaba. Y así ha seguido el hombre en convivencia con la música hasta época cercana en que por diferentes razones de tecnología y de pretendida eficacia, el hombre ha encasillado su actividad en tres compartimentos, el laboral -insonoro y generalmente penoso-, el lúdico y el estético. Estos dos últimos no al alcance de todos. ¿Quién canta ya durante el trajín de la casa? ¿Qué fue de las nanas? ¿Quién entona unas trilleras o cualquiera de los abundantes cantes de la faena agrícola? Las máquinas cosechadoras no cantan.

Nuestro marco laboral, globalizado, coincide cada vez menos con el marco natural de las estaciones y de los tiempos litúrgicos. Es notorio cómo año tras años se van alejando los villancicos incluso de las cadenas comerciales. Se diría que a la música que acompañaba al hombre, y con la que éste se expresaba, le va sucediendo una música de consumo e importación.

Una documentación preciosa

De preciosa se puede calificar la documentación de escritores griegos y romanos sobre la actividad musical en la Hispania de los comienzos de nuestra era. A ella se refiere José María Alín, El cancionero español de tipo tradicional, Ed. Taurus, Madrid, 1933, pág.15):

«Estrabón recuerda los cantos corales de los lusitanos, acompañados de flautas y trompetas; Silvio Itálico se refiere a las danzas de los gallegos, muy semejantes, por lo que dice, a la danza prima. Valerio Marcial habla de las juglaresas béticas y son de sobra conocidas las puellae gaditanae que menciona Juvenal. Esto sin contar las pruebas pictóricas: dibujos y ornamentos de vasos o ánforas».

Las múltiples referencias de escritores antiguos como Estrabón (64 a.C.-19 d.C.), Petronio (c. 20 - 65), Marco Valerio Marcial (40 - 104), Estacio (45-96), Juvenal (60 -128), Plinio el Joven (61-113), Apiano (c. 95-165) a las «puellae gaditanae», muchachas gaditanas que al tiempo que danzaban hacían sonar las «crusmata baetica (las castañuelas, probablemente de metal) merece que ampliemos un poco el tema.

La primera información, algo confusa, sobre estas muchachas nos la ofrece Estrabón, que la toma de Eudoxo a través de Posidonio, geógrafo que a comienzos del siglo I a. C. estuvo en Cádiz para estudiar las mareas.

Parece que Eudoxo, en un intento de circunnavegar África, partiendo de Cádiz, embarcó médicos, artesanos y muchachas expertas en música y danza con el fin de facilitar el contacto con los pueblos de los puertos en que tendría que atracar.

Estacio, poeta y profesor de retórica, en una de sus Silvae (I. 6.70) asimila las bailarinas gaditanas a las de Siria o Lidia y nos informa de que las jóvenes danzaban al ritmo de címbalos.

De todos los escritores es el bilbilitano Marcial el que ofrece más información sobre la condición y fama de las «puellae gaditanae». Por él sabemos que cuando Cecilio Metelo hace su entrada triunfal en la urbe tras las guerras sertorianas, en su cortejo figuran las «puellae gaditanae», llamando la atención por sus «traviesos y juguetones pies y por sus castañuelas». En varios textos describe las cualidades sensuales de estas bailarinas. Por él conocemos a Teletusa, esclava redimida, vedete admirada y deseada en Roma:

Experta en adoptar posturas lascivas al son de las castañuelas béticas y en danzar según los ritmos de Gades, capaz de devolver el vigor a los miembros del viejo Pelias, y de abrasar al marido de Hécuba junto a la mismísima pira funeraria de Héctor. Teletusa consume y tortura a su antiguo dueño. La vendió como sirvienta y ahora la ha comprado para concubina. (VI.71).

En un banquete el poeta espera la llegada de Teletusa, de cuya condición de prostituta no deja dudas. Después de elogiar ampliamente la copa que tiene en la mano, regalo de Instancio Rufo, concluye:

Que no sea un esclavo de la turba doméstica el que colme de néctar este espléndido regalo, sino tu mano, Casto; tú que eres honor de mi festín, escancia el vino de Setía; me parece que el Amorcillo y el propio cordero tienen sed de él. Que las letras que forman el nombre de Instancio Rufo nos den otras tantas libaciones; pues que él es el que me ha dado tan precioso regalo. Si viene Teletusa y me trae los goces prometidos, me reservaré para mi amada bebiendo los cuatro vasos de las letras de tu nombre, Rufo; pero si ella vacila beberé siete vasos. Y si traiciona su amor, para ahogar mis penas, me beberé tus dos nombres juntos. (VIII.51).

En (1.41) nos informa de que en Roma había academias en que desvergonzados maestros de danza enseñaban los bailes y las canciones de Cádiz, cuya danza describe en (XIV.203):

Su cuerpo, ondulando muellemente, se presta a tan dulce estremecimiento, a tan provocativas actitudes, que harían excitarse al casto Hipólito.

Igualmente nos informa de que en Roma se canturreaban las canciones licenciosas de Egipto o de Cádiz que ponían de moda las bailarinas gaditanas (111.63).

De estas y otras citas de Marcial se podría deducir que todas las «puellae» ejercían la prostitución. Sin embargo se carece de un mejor conocimiento de su condición jurídica y de su consideración social. ¿Eran esclavas? Hemos visto que Teletusa lo fue antes de ser redimida, pero de un caso conocido no se puede deducir totalidad.

Cultivaban la poesía lírica, lo que supone un cierto nivel cultural. De lo que no cabe duda es de su duradera aceptación pública:

Su presencia era obligada en muchos festines de Roma, de gentes alegres. Sin las bailarinas de Cádiz habría faltado algo en una fiesta. (Plinio el Joven, Carta a Septicio Severo, 1.15).

En actitud opuesta a la de Marcial, Juvenal alza su voz denunciando la decadencia moral que fomentan la «puellae gaditanae». Detalla cómo éstas en sus bailes se iban agachando hasta tocar el suelo con sus nalgas, lo que era muy aplaudido por la plebe. Lamentable espectáculo -dice- que fomentan nuestros ricos. Estas diversiones no caben en mi casa:

Acaso esperes muchachas gaditanas que en coro se pongan a entonar lascivos cantos de su país, y enardecidas por los aplausos, exageren sus temblorosos movimientos de cadera, y las jóvenes esposas que, tendidas junto al marido, contemplan este espectáculo que sólo contado en su presencia debiera ya ruborizarlas. Son acicates de unos deseos languidecentes y estímulos apremiantes de nuestros ricos.
Mayor es, sin embargo, esta voluptuosidad en el otro sexo, que se excita con más viveza y, pronto al placer que se mete por ojos y orejas, provoca la incontinencia. Estas diversiones no caben en mi casa. Escuche esos repiqueteos de castañuelas, esas palabras que ni siquiera pronunciaría el esclavo desnudo que permanece en el maloliente lupanar; gócese con esos gritos obscenos y con todo refinamiento del placer aquél que ensucia con sus vomitonas el mosaico lacedemonio; nosotros perdonamos esos gustos a la Fortuna (Sat. XI. 162 ss).

La música, « fruta de estación»

¿Es exacta la observación de Jacques Chailley, musicólogo y compositor francés, cuando dice que hasta el siglo XVIII la música fue «fruta de estación»? Expresión que traducida a lenguaje agrícola nos diría que cada cosecha marca un presente sin relación buena o mala con la anterior. Durante siglos y siglos -dice este autor- nadie se ha preocupado de otra música que la de su tiempo y que la distinción entre lo moderno y lo antiguo, con aprecio de lo antiguo desde una postura ecléctica, es ya una conquista del hombre de la Ilustración.

Confieso que cuando leí a Chailley, sus rotundas afirmaciones me dejaron algo obnubilado. No me resultaba fácil asentir sin más. ¿No se podría argumentar que más que falta de interés por transmitir el pasado musical habría que hablar de imposibilidad de transmitirlo por carencia de una anotación musical adecuada? Pero la lentísima evolución temporal de los sistemas de anotación antes de llegar al pentagrama con sus signos de altura de sonido, duración, compás etc, produce extrañeza. ¿Hubo realmente voluntad de conservar el pasado y de transmitirlo o más bien, siguiendo a Chaillay, aquellas antiguas anotaciones estaban destinadas solo a fijar y facilitar la ejecución de los intérpretes? La libertad del ejecutante parece haber sido mucho mayor en el pasado que en épocas posteriores. Sabido es córno todavía en las primeras partituras impresas la libertad concedida a los intérpretes era muy amplia; apenas insinuaban el texto y dejaban «ad libitum» musical una enorme serie de rellenos o modificaciones interpretativas.

Por asociación de ideas me pregunté si el desinterés por la música del pasado hasta llegada la época de la Ilustración, según señalaba Chaillay, tenía su correspondencia en las artes plásticas. Inmediatamente me vinieron a la mente múltiples casos. El divino Rafael y sus coetáneos renacentistas, ofuscados por una Antigüedad idealizada, basada en la mímesis, el número racional y la proporción, quisieron entroncar directamente con ella. Pusieron entre paréntesis el pasado medieval, sin pensar que la historia no tolera paréntesis y que ellos mismos eran hijos de la tradición naturalista gótica, a la que tacharon de bárbara y a cuyo arte llamaron despectivamente «moderno». Carlos V autorizó el derribo de naves de la mezquita de Códoba para colocar en ella una catedral cristiana. Apenas pasados seis años de la muerte del genial Miguel Ángel llegó a Roma, pleno de autosuficiencia, Doménikos Theotokópoulos, el Greco, que se ofreció a borrar y repintar la Capilla Sixtina; según él, Miguel Ángel era un buen escultor, pero «no sabía pintar». El papa barberini, Urbano VIII, no tuvo inconveniente en arruinar más las ruinas del pasado de Roma, tomándolas como canteras para sus edificaciones.

Ante tales expolios corrió burlonamente por las calles de la Urbe el siguiente estribillo: «Quod non fecerunt barbari fecerunt barberini» (Lo que no hicieron los bárbaros lo hicieron los barberini).

Como la casuística comenzaba a desbordarse, tuve que echar el freno a la memoria. Las artes del espacio corrieron la misma suerte que la del tiempo.

Que la música haya sido durante mucho tiempo «fruta de estación» permite también otro enfoque sociológico. Aparte la espontaneidad de la música más popular, la llamada música clásica ha surgido muy frecuentemente en tiempo preciso, marcado por exigencias de oficio, demanda de comitentes o muestra de gratitud a mecenas. Los músicos han estado durante mucho tiempo al servicio del rey o del cabildo eclesiástico y han tenido que componer para satisfacer sus exigencias.

Aunque ingeniosa, resulta más bien humillante la petición de Haydn al príncipe Nikolaus Esterházy, a cuyo servicio estaba, para que permitiera a sus músicos regresar a casa después de una prolongada estancia en el palacio de verano. No se lo pidió de palabra sino con el lenguaje musical de la Sinfonía de los adioses. Durante el adagio final los músicos van dejando de tocar, apagan la vela de su atril y van saliendo ordenadamente.

Al final solo quedan dos violines; uno de ellos tocado por el propio Haydn.

¿Cómo explicar que en un cortísimo espacio de tiempo Haydn compusiera más de cien sinfonías; Mozart casi la mitad, y Beethoven solo nueve si no se tiene en cuenta su mayor o menor dependencia respecto a los comitentes?

Praxis y teoría. La música y sus intérpretes.

Se conoce bien, porque está muy documentada, la importancia que a la música le concedió la antigua Grecia para la formación de sus jóvenes «libres». Para los griegos la música no era un adorno superfluo; todo lo contrario, desempeñaba una función social ligada a todas las prácticas de la vida.

Aristóteles le atribuía valor médico y catártico. Sobre todo se la consideraba necesaria para disciplinar la mente y para la formación moral del ciudadano libre, pues influía en su emotividad y en su moralidad. Platón (427-347) afirmaba que la música es para el alma lo que la gimnasia para el cuerpo. Tres eran, según él, las disciplinas básicas para la educación del ciudadano libre, la gramática, la gimnasia y la música; ésta por producir sentimientos de armonía, orden, bondad, y elevar el alma a un nivel superior de perfección. Pero Platón, que era muy exigente con el arte y le negaba al gusto capacidad de apreciación, se quejaba de que la música de su tiempo iba perdiendo sus cualidades cívico-éticas, al aceptar tonalidades distintas de la dórica y la frigia, las únicas válidas para configurar el ethos con sentimientos de bondad, orden y armonía.

Con anterioridad a Aristóteles y a Platón ya Pitágoras (569-475 a.C.) (probablemente síntesis de la escuela pitagórica) había descubierto las leyes matemáticas por las que se rige la música. La música entraba así en el templo de la ciencia con categoría, por muchos siglos por delante, de «arte liberal». Logro importantísimo para el pensamiento griego. Sin embargo de los textos de la época parecería deducirse que Grecia prestó menos atención a la noesis que a la práctica musical ciudadana.

Se cuenta que al oír el golpeo de los mazos en una fundición, Pitágoras observó que unos sonaban concordes y otros, disonantes, y quiso averiguar las razones aritméticas de las concordancias. Para ello inventó un instrumento de una sola cuerda, el monocordio, que le permitía cambiar la longitud de la cuerda para obtener diferentes sonidos.

Pulsada en su máxima longitud, obtenía la nota original.

Reducida la longitud de la cuerda a su mitad -relación 1:2-, obtenía la octava. Con la longitud 3:4 obtenía la cuarta (fa) y con la longitud 2:3, la quinta (sol). A partir de esta escala, a la que se llamó pitagórica, se fueron obteniendo las demás notas.

Cuando se acomoden las artes liberales en el Trivium y el Quadrivium, en este último aparecerán agrupadas la aritmética, la geometría, la astronomía y la música, saberes todos controlados por las matemáticas. Pitágoras pensaba que el universo y sus movimientos estaban gobernados por proporciones numéricas armoniosas y que las distancias entre planetas se correspondían con los intervalos musicales.

De esa fantástica armonía de las esferas nos dejó una bellísima descripción Fray Luis de León (1527-1591) en unas de las estrofas de su oda a Salinas. Al escuchar la música, el alma se eleva:

Traspasa el aire todo 
hasta llegar a la más alta esfera, 
y oye allí otro modo 
de no perecedera 
música, que es la fuente y la primera.
Ve cómo el gran maestro, aquesta inmensa cítara aplicado, con movimiento diestro produce el son sagrado, con que este eterno templo es sustentado. Y como está compuesta de números concordes, luego envía consonante respuesta; y entrambas a porfía se mezcla una dulcísima armonía.

A través de los tiempos del Imperio Romano, de su declive, de la época oscura que sobrevino con la invasión de los bárbaros y de los largos siglos del medievo, hasta bien entrado el Renacimiento, fueron muchos los escritores que trataron de la música como arte liberal, es decir como ciencia. Entre los eslabones más destacados de esta cadena de transmisión hay que destacar por sus circunstancias históricas a Boecio (480-524) y a su discípulo Casiodoro (c.485- c.570). Boecio, considerado el último filósofo romano, recopiló los saberes de la antigüedad y Casiodoro, considerado el primer filósofo medieval, los transmitió a los monjes de la Alta Edad Media. El De institutione música de Boecio se convirtió en doctrina de referencia del alto medievo. Para él la contemplación es la base de la música.

Define al músico como el que «tiene habilidad para juzgar, medir ritmos, melodías y toda la música». Actividad propia del hombre libre, muy ajena al trabajo manual del que no lo es, incluida la interpretación de la música en un instrumento. Con esta distinción drástica sólo detentarán el nombre de músico los conocedores de la ciencia musical; cantantes e instrumentistas que la ignoren no pasan de ser vulgares y, en expresión suya, están «completamente exilados del verdadero entendimiento musical». Los monjes compartieron el desprecio por cantores, juglares, ministriles y goliardos, pero pusieron a salvo su canto litúrgico por su relación con Dios. Nace entonces la distinción entre «cantor» y «musicus». «Cantor» designa a cualquier monje que canta; «musicus», al que conoce la ciencia de la música.

Se supone que ambos conceptos coinciden en el monje. Ser considerado meramente «cantor», sea por pereza intelectual o incapacidad de aprender la ciencia musical, era un desprestigio. Hay un curioso texto de finales del primer milenio que dice que el «cantor» que ignora los fundamentos de la música no está en mejor condición que una bestia, pues hay bestias, como los pájaros, que cantan maravillosamente, pero no tienen idea de por qué ni de cómo lo hacen.

La condición de liberal excluía a los artistas que trabajaban con sus manos. Por tanto la mayoría de los artistas no pasaban de su condición de artesanos. Tuvo que llegar el Renacimiento para nivelar la situación.

Leonardo da Vinci en su Parangón se empeñaba en demostrar que la pintura, por su diseño, es «cosa mental». Pintores y escultores y demás artistas lucharon por alcanzar la condición de liberales y lo consiguieron en contrapartida a sus servicios. Reyes, duques, altos dignatarios y nobles los necesitaron para realzar su prestigio y de ellos recibieron el apoyo para conseguir para sus artes la condición de liberales. De este modo la situación social del artista fue cambiando. Sabemos que el destinatario de la oda de Fray Luis de León, Salinas, no sólo era un excelente intérprete sino que era al tiempo catedrático de música en la universidad de Salamanca. Y Castiglione en su Cortesano (1528) dice que este debe cultivar la música, pues además de aliviar el espíritu, es útil para conmover a las damas; y que no le basta con conocer la teoría de la música; el cortesano debe saber ejecutarla.

Lo sacro y lo profano. El canto gregoriano

Se suele resaltar la aportación judía a la música de la Iglesia primitiva. No es menester insistir demasiado en ello. ¿No se sentían los cristianos herederos de la promesa, pueblo escogido, el auténtico Israel? Es de pensar por tanto que se sintieran propietarios de su salmodia y de su música. Partiendo de esa aportación básica, hebraica, ¿quién duda de que hubo otras aportaciones espontáneas por parte del sustrato indígena de los nuevos conversos no israelitas de nacimiento? Muchos riachuelos populares engrosaron el caudal de las diferentes liturgias. Si la liturgia es por definición actuación y expresión del pueblo, a cada pueblo su cultura; y a cada cultura su manifestación en su liturgia. Distinguir en ese proceso de inculturación lo sacro de lo profano parece tarea que se escapa al alcance del historiador.

Con el tiempo las diferentes liturgias regionales cedieron su puesto a la liturgia romana. Carlomagno (680-730) la impuso en las Galias.

España la aceptó más tarde por el empeño de los monjes de Cluny. La unificación de las liturgias restó frescor a la diversa espontaneidad de los pueblos, y el rito romano inicio su fase de estereotipo. Pero en contrapartida permitió el auge universal de aquel canto llano que tomó el nombre de gregoriano, del que explorar los comienzos es, en frase del musicólogo Robertson, «hacer un viaje a una nebulosa impenetrable».

Dos personajes se ponen de moda, el arcaico juglar y el novedoso trovador

Al juglar se le encuentra en la corte o errante por los pueblos. Se le aprecia y se le desprecia a un tiempo. Su figura es compleja y es una de esas incógnitas que nos sigue velando el medievo. Presenta múltiples facetas: es cantor, recitador y acróbata; es mendigo o bufón de nobles.

Sus múltiples facetas dificultan una definición precisa. Menéndez Pidal, después de analizar diferentes definiciones, opta por ésta: Son juglares «todos los que se ganan la vida actuando ante un público para recrearle con música, literatura, acrobatismo.» (Poesía juglaresca y juglares, Colección Austral nº 500, Espasa-Calpe, pág.12). En todo caso su más remota etimología está en «iocus», juego, broma y en su derivado «jocoso». A cambio de dinero o comida, ofrecía su espectáculo callejero en las plazas públicas, y en ocasiones era contratado para participar como atracción y entretenimiento en fiestas y banquetes Su origen se desconoce; se pierde en los tiempos remotos. Se piensa que son la presencia constante, aún no evolucionada, de sus semejantes, los vagabundos romanos. Lo interesante es destacar su presencia en un momento en que el mundo feudal comienza a abrirse, cuando surge el problema de distinguirlo de la figura del trovador, denominación nueva del siglo XI, que designa, en el sur de Francia, a un poeta más culto y no necesariamente ejecutante. En la práctica la distinción entre juglar y trovador se presenta confusa. Nuestro Berceo se llana a sí mismo «juglar» de Santo Domingo y, en otra ocasión, «trovador» de la Gloriosa. «Los linderos entre ambas clases de personas eran muchas veces indecisos; un juglar como el gascón Marcabrú, se elevaba por su mérito a la dignidad de los principales trovadores, y algún trovador, aun noble como Arnaldo Daniel o Guillén Ademar, no pudiendo mantener caballería, se hacían juglares para ganar qué comer.» (Menéndez Pidal, op. c. pág.17). Lo más normal es que el juglar, de más remota antigüedad y de inferior clase social que el trovador, se someta o dependa de éste.

En las cortes es muy corriente que el juglar taña un instrumento y cante los versos que le ha compuesto el trovador, o simplemente acompañe instrumentalmente al trovador que canta sus propios versos.

Se sabe que Giraldo de Borneil viajaba por las cortes llevando a su servicio dos juglares. Estos juglares o ministriles usaban los instrumentos de pulso o de cuerda, lo mismo que los de viento de tubo o flauta, y acompañaban, en el doble sentido, musical y físico, a sus amos, los trovadores, que se presentaban como verdaderos virtuosos de la voz y de la poesía.

En la época de las «summas», una suma poético-musical:
Las cantigas de Nuestra Señora de Alfonso X el Sabio

En el siglo XIII destacan las grandes Sumas; entre ellas la de Alberto Magno y muy particularmente la de Santo Tomás de Aquino, pero este fenómeno no es privativo de las ciencias eclesiásticas o profanas. El afán de recopilar y presentar un todo unificado en el campo de la poesía, de la música y de la ilustración gráfica tiene su mejor exponente en las Cantigas de Santa María del rey Alfonso X el Sabio (1221-1284) que podemos considerar como una Suma en loor de Santa María cuya devoción impregna la época más gloriosa del medievo. De su devoción personal deja constancia el propio rey al comienzo de las Cantigas; allí alude a sus juveniles versos de amor profano como cosas del pasado y subraya ahora su fervor mariano, haciendo profesión pública de no querer cantar a otra mujer que a la Virgen.

Componen el conjunto unas 428 cantigas (cantiga, por definición, alude a poesía cantada) que nos han llegado en cuatro códices con distinto contenido numérico. Es obra de indiscutible autoría del «rey de las tres religiones», quien la concibe, diseña y dirige, rodeado de colaboradores eficaces, pues no carece de ellos la corte real en la que abundan poetas, cantores, músicos, trovadores, juglares, miniaturistas, excelentes copistas musicales… de diferentes procedencias y credos. Sin embargo -dato curioso- las Cantigas nos informan más de su entorno que de su propia elaboración, pues no conocemos nombres precisos de colaboradores, salvo los de algunos miniaturistas.

Se discute sobre el número exacto de cantigas compuestas por el monarca; hay unas diez de las que no caben dudas.

La mayoría de las cantigas versan sobre milagros realizados por intercesión de María. Fue necesario recopilar textos alusivos, de diversas procedencias y lenguas, y verterlos al galaico-portugués para ser versificados y musicados. El galaico-portugués se consideraba la lengua más apropiada para la poesía lírica; para la comunicación normal se utilizaba el «vulgar».

Las melodías, que en su mayoría adoptan la forma de rondeau con un estribillo musical, repetido tras las glosas, están tomadas de diferentes fuentes: de las melodías gregorianas, cantadas en lengua vulgar; de motetes latinos cantados polifónicamente; de canciones de trovadores y mayormente del folclore tradicional de los diferentes pueblos del reino, sin que falten las de nueva creación.

Las preciosas miniaturas que ilustran el texto, de calidad solamente comparable a los Beatos, son doblemente interesantes: nos informan de más de treinta clases de instrumentos al tiempo que muestran al rey dirigiendo la composición de las Cantigas, juntamente con las actividades de sus artistas colaboradores.

Confieso que si he hecho esta breve reseña de las Cantigas, ha sido para recordar el día, ya lejano, en que conocí y pude leer emocionado el testamento de Alfonso X protegiendo su obra. Se diría que quería evitarle a sus loores a María la posibilidad de convertirse en «fruta de estación», pasajera -según la metáfora de Chailley-; y asegurarle a la Virgen su «amor constante, más allá de la muerte». Por eso quiso tener las Cantigas a la vera de su cuerpo y garantizarle la perennidad de la liturgia.

En su testamento del 21 de enero de 1284, poco antes de morir, se lee:

Otrosí mandamos que todos los libros de los cantares de loor de Sancta María sean todos en aquella iglesia do nuestro cuerpo se enterrare, e que los fagan cantar en las fiestas de Sancta María.

Al leerlo tuve la impresión de estar fuera del tiempo, de que el rey sabio y enamorado de Sancta María me parafraseaba el último terceto del soneto de Quevedo, titulado «Amor constante, más allá de la muerte» y me decía que

su cuerpo dejará, no su cuidado; 
será ceniza, mas tendrá sentido; 
polvo será, mas polvo enamorado.

Un mundo lírico femenino: la pastorela galaico-portuguesa

Culto a la Virgen y culto a la dama. Cultura femenina. «La cultura cortesana medieval se distingue de toda otra cultura anterior -e incluso de la de las cortes helenísticas, ya fuertemente influidas por la mujer- en que es una cultura específicamente femenina» (Arnold Hausser, Historia de la Literatura y el Arte, vol. 1, Guadarrama, Madrid,1974, pág. 273).

Un ejemplo interesante nos lo ofrece la pastorela galaicoportuguesa, género internacional que florece de un modo claro en el siglo XIII. La pastorela tiene una doble fuente: la aristocrática caballeresca y la popular tradicional. Esta última fuente es la que predomina en la pastorela galaica, y es la que es la que va a influir directamente en el Arcipreste de Hita, siglo XIV y en el marqués de Santillana, siglo XV.

Arlene T. Lesser, en su libro Pastorelas y serranas Galaicoportuguesas, Ediciones Galaxia, Vigo, 1970), hace ver cómo la pastorela galaico-portuguesa en su primera forma, la denominada «compostelana», tiene distinto origen al de la pastorela francesa o provenzal. La franco-provenzal, dentro de sus variantes, presenta una estructura dramática: un caballero encuentra a una pastora, entablan un diálogo amoroso y el desenlace se presenta con signo positivo o negativo.

La pastorela compostelana tiene otro tipo de origen; proviene de las «cantigas de amigo», y su estructura, más que dramática, es lírica.

El protagonista no es el caballero sino la pastora «cantadeira». «La cantiga de amigo, madre de la pastorela gallega, es esencialmente lírica. Es más sentimiento que acción» (Arlene T. Lesser, op.c. pág. 28). Y dice que se encuentra más unida al canto y a la danza -las artes preferidas por la gente de esa región- que al drama, que florece menos en el Noroeste. La pastorela se pone, pues, en boca de una mujer joven, normalmente soltera, y expresa el amor de la dama por el poeta, en general. Vemos cómo la mujer, que tan importante papel juega en dicha zona, lleva la voz cantante, en el más exacto sentido de la palabra. Es un dato sociológico de esa época del medievo, que me parece interesante resaltar.

En cuanto a su ejecución, se danzaba al tiempo que se cantaba, y el estribillo era cantado a coro.

Del gótico florido y el Ars Nova musical al Renacimiento
que ya había despuntado por Florencia

En el otoño de la Edad Medía la Rueda de la Fortuna parece acelerar su giro de inestabilidad; se tensa la dicotomía religiosa entre la muerte con todo lo que conlleva de pérdida de poder, belleza, gloria, placer, peligro de condenación, y le esperanza de compartir la gloria de los bienaventurados. Es por antonomasia la época de la literatura moralizante y de los predicadores ambulantes.

El siglo XIV se presenta turbulento en sus aspectos sociopolítico y religioso. Unos breves datos son suficientes para encuadrar la época: Las fuertes tensiones creadas entre Felipe IV de Francia y el papa Bonifacio VIII, tiene como consecuencia, en 1309, el exilio del papado a la ciudad de Avignon. En ella residen siete papas hasta que Gregorio IX regresa a Roma (1377). A su inmediata muerte el pueblo de Roma se amotina y exige un papa romano.

Los cardenales no se ponen de acuerdo, entran en conflicto, y se nombran simultáneamente más de un papa, dando origen al Cisma de Occidente. Por muy diferentes causas, climatológicas, económicas y sociales se produce la llamada Gran Hambruna (1315).

En 1337 comienza la Guerra de los Cien Años entre franceses e ingleses. Y, por si fuera poco, en 1349, llega a Europa la Peste Negra que la asola y le hace perder un tercio de la población. Los judíos, falsamente acusados de transmitirla, son atacados y tienen que ser protegidos por el papado. Las conocidas Danzas de la Muerte, en sus diversas manifestaciones, escénica, literaria o pictórica, no podían tener mejor ambientación.

Sin embargo este cúmulo de circunstancias adversas no parece afectar a la práctica artística. La evolución del arte es imparable y no se disocia de los cambios de la sociedad. Como le gustaba proclamar a René Huyghe, «El arte y el hombre» son inseparables en toda circunstancia, favorable o adversa.

El arte del momento presenta una suerte de refinamiento recargado como si quisiera afianzarse en las posturas conseguidas, característica de lo que en lenguaje de hoy llamamos «fin de siècle». En arquitectura el gótico flamígero derrocha artificios y elegancias rebuscadas. Parece ser ley de la evolución artística que antes de que un movimiento desaparezca se afiance con voluntad de vida.

El Renacimiento estaba a las puertas. En pintura ya lo había preanunciado el Giotto, si bien, a renglón seguido se afianza el Gótico Internacional, invadiéndolo todo. En el campo musical se escriben novedosos tratados innovadores, destacando entre todos el Ars Nova (1322) de Philippe de Vitry, cuyas novedades compositivas son tales que da nombre a su época y comienza a llamarse Ars Antiqua al período precedente. En los salones cortesanos se mantiene y fomenta la afición por la música. Las canciones polifónicas -la polifonía medieval alcanza su perfección con Philippe de Vitry- se prestaban para recitales. Se ponen muy de moda las canciones profanas y las sesiones de danza después de la comida. Se despejaba el mobiliario del comedor y se convertía en sala de baile. Un caballero podía comenzar a cantar; le podía seguir una dama, o se ofrecían interludios de música instrumental. Era de buen gusto improvisar poesía y cantarla al aire de cualquier música conocida en la época. También se conocen muchos nombres de danzas populares al aire libre; unas sosegadas, bailadas en círculo, cogidos de la mano; otras, como la estampie, bailadas a ritmo rápido y dando saltos. La representación pictórica de las danzas es abundante, pero sus estudios, aunque numerosos, necesitan mejor aclaración.

Si en mi libre y caprichoso caminar por los senderos de la música antigua me he detenido aquí, en el declive de la Edad Media, y he puesto en su epígrafe los términos Renacimiento y Florencia, es porque quiero resaltar un hecho muy poco comentado, el encuentro del músico borgoñón Guillaume de Dufay y del arquitecto italiano Brunelleschi, autor de la famosa cúpula de Florencia; encuentro que a mi se me antoja el símbolo poético más bonito para marcar el Recedant vetera; nova sint omnia del tránsito de lo antiguo a la novedad del Renacimiento, movimiento que hacía algún tiempo ya había despuntado por Florencia.

Nos situamos en la ciudad del Arno. Su catedral, dedicada a Santa Maria de la Flor, estaba terminada hasta el tambor de la cúpula, y esperaba y esperaba al artista capaz de coronarla. Al cabo de ciento treinta años el Gremio de la Lana convoca un concurso para ello. ¿Pero quién sería capaz de levantar una altísima estructura de madera para comenzar a cubrir una oquedad de unos cuarenta y dos metros de diámetro? Incluso se había pensado en el absurdo de llenar de tierra la catedral. Pero allí está, se presenta, gana el concurso y remata la catedral con una grandiosa doble cúpula autoportante, a partir de su tambor, el genial Filippo Brunelleschi, que desde entonces será considerado el primer arquitecto del Renacimiento. Arquitecto, nombre recuperado de la antigua Grecia, artista liberal que tiene en su cabeza el diseño del edificio y no se mancha las manos en su trabajo como su predecesor, el Maestro de obra, que ahora sale de escena.

Con tan fasto acontecimiento se decide consagrar la catedral el 25 de marzo de la recién estrenada primavera de 1436, fiesta de la Anunciación a María. Oficiará la ceremonia el papa Eugenio IV que depositará una Rosa de Oro sobre el altar mayor del templo. Allí llega, aureolado de prestigio, uno de los músicos borgoñones de los finales del medievo, Guillaume Dufay, para estrenar un motete suyo con texto y título alusivo a la ceremonia, Nuper rosarum flores.

Es un motete notable por su síntesis del antiguo estilo isorrítmico y el nuevo estilo contrapuntístico, muy del gusto de la época. El motete era una forma polifónica que permitía superponer y cantar al mismo tiempo textos diversos, incluso en distintas lenguas. El que estrenaba Dufay en Florencia era a cuatro voces. Dos tenores cantaban en forma de canon el «cantus firmus», el texto litúrgico para la consagración de las iglesias: «Terribilis est locus iste; hic domus Dei est et porta coeli». Por encima de ellos, dos tenores, el «triplum» y el «motetus», cantaban el texto latino escrito para la ocasión. En él se puede apreciar la alusión a la primavera, a las rosas, al regalo papal, y a la estructura grandiosa que es la cúpula de Brunelleschi:

Pasado el áspero invierno, las rosas, 
regalo papal reciente, 
adornan perpetuamente 
el templo de la estructura 
más grandiosa, dedicada pía 
y devotamente a ti, 
Virgen celestial.

Me gusta imaginar que al final de la ceremonia el músico y el arquitecto se saludan y se abrazan. Y como en ceremonia de alternativa taurina el músico de los alambicados motetes, concordes con los florilegios del último gótico, le entrega los trastos al artista del Renacimiento en cuya cabeza de arquitecto solo hay orden, perspectiva y armonía de proporciones aritméticas simples.

La música también tendrá su revolución renacentista; revolución de tal modo cualitativa que, en frase del musicólogo Bryan Trowell, no es una lenta agonía y evolución desde el medievo, sino el «nacimiento de la música moderna».

En el principio era el sonido y el sonido se hizo música

Llegado aquí, abandono los senderos de la música antigua. Durante su recorrido he hecho unas calas en su música, a capricho, con interés más bien sociológico; el técnico no estaba a mi alcance. De unos pueblos escuchaba el sonido; de otros, la mayoría, no; estos eran los pueblos de los antiguos y larguísimos siglos oscuros que no lograron transmitirnos su música y solo nos hablaron de ella. Pero, a pesar de ello, tengo la sensación confusa de haber oído su música callada porque el hombre ha cantado siempre.

Parafraseando los mitos de cosmogonía, y pidiendo perdón por simplificar en tema tan debatido, diría que en el principio de la humanización estaba el sonido. Y el sonido emprendió dos caminos distintos y paralelos. Uno, mental, conceptual, llevó al hombre a la palabra; y la palabra sustituyó al objeto; las palabras se articularon en modo, tiempo y espacio y surgió el lenguaje referencial, propio de cada grupo tribal. Como era un lenguaje artificial, su descodificación tenía que ser conocida para ser traducido y comprendido en otras tribus de distintas lenguas.

En el otro camino, el sonido no necesitó especial recorrido para llegar a la música, que en sus células germinales era tan espontánea como la interjección, la risa o el llanto. Bastó con emitir sonidos a diferentes alturas y someterlos al tiempo y al ritmo para que naciera la música; y el ritmo, por su poder mágico y encantatorio, dio origen a la danza, lenguaje corporal. No nacía la música ni de la mente, ni del concepto, ni de la palabra, ni se configuraba en leguaje de comunicación referencial, ni era susceptible de traducción. La música nacía directamente del espíritu como expresión o, quizás mejor, como manifestación subjetiva de un estado de ánimo.

En tanto que emisión sonora la música queda abierta a ser escuchada por un receptor. Entre emisor y receptor se establece una relación que, en rigor, no podemos llamar de comunicación, si entendemos por tal la tercera acepción de su definición en el diccionario de la RAE: «Transmisión de señales mediante un código común al emisor y al receptor». Aquí no hay código nocional alguno, sino una transferencia directa intersubjetiva, por tanto inefable, a modo de reverberación, que el receptor recibe por simpatía, tomando «inefable» y «simpatía» en su más puro sentido etimológico.

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Comencé este artículo haciendo notar la situación de desventaja en que se encontraba la música, arte del tiempo, con respecto a las artes del espacio. La música tenía en contra la condición transitoria del sonido, la necesidad de intérprete y la dificultad soportada para encontrar una transcripción adecuada. Lo termino ahora resaltando, en contrapartida, que si el arte y el hombre son indisociables, es en la música donde mejor se manifiesta esta condición. Habrá épocas y culturas en que la cerámica, la orfebrería, la pintura, escultura y demás artes plásticas hayan tenido mayor o menor prestancia; pero la música, tal vez por su condición de no operar sobre la materia, de brotar directamente del espíritu, ha sido el arte que ha acompañado constantemente la andadura del hombre a través de la historia y ha alcanzado la mayor expansión social.