Mercurio y Argos

José Luis Sierra Cortés

Mercurio y Argos. Velázquez. Óleo sobre lienzo. 127 x 250. Museo del Prado

Este cuadro de Mercurio y Argos, una de las últimas obras de Velázquez, pintado en 1659, según opinión mayoritaria, juntamente con Venus y Adonis, Psique y Cupido y Apolo y Marsias, obras todas del pintor sevillano, formaba parte de un conjunto destinado a la decoración del Salón de los Espejos del Alcázar, de cuyo incendio en 1773, solo se salvó el cuadro que comentamos.

Con qué finalidad entró esta pintura en dicho salón es un tema que todavía se plantean inútilmente algunos autores. Si entró cuando este se remodelaba, su finalidad -dicen- habría sido corroborar a realzar el prestigio de los Austria en la pieza más emblemática del alcázar. Pero si entró algo más tarde, cuando el Salón fue profusamente decorado para recibir, el 16 de octubre de 1659 a la embajada francesa que, presidida por el mariscal, duque de Gramont, venía a pactar y concertar la boda de la infanta María Teresa de Austria, hija del rey español, con Luis XIV, rey de Francia, su finalidad habría sido aumentar el boato para impactar a la delegación gala en las negociaciones. Este tipo de planteamiento, un tanto bizantino, no aporta nada al análisis y apreciación actual del cuadro.

Como tampoco aporta, por anacrónica, por no venir a cuento, la web del Prado cuando presenta, en tiempo presente, la clave alegórica para explicar el significado del tema mitológico de la muerte de Argos a manos de Mercurio; clave que se encuentra, según dice, en el capítulo XI del libro tercero de la Philosofia, de Juan Pérez de Moya, 1585, y dice así: «Mercurio significa la mala agudeza de la carne y los halagos carnales y deleites, los cuales engañan a la razón. Mercurio engañó a Argos cantando, porque la razón, viendo delante los carnales deleites que al hombre halagan, como a las ovejas el dulce canto, adormécese, no apartándose de aquello que le es ocasión de mal, y entonces durmiendo muere».

Conviene recordar que hasta entrado el Renacimiento, la antigüedad estuvo jalonada de manuales mitográficos que transmitieron las fábulas antiguas, Muy particularmente se reescribieron y comentaron las Metamorfosis de Ovidio, rechazado en un principio por los círculos cristianos y convertido luego en fuente inagotable de moralizaciones. Los episodios narrados en ellas son interpretados alegóricamente con un sentido, generalmente moralizante, distinto del sentido literal del texto. Uno de esos manuales, ya tardío, fue el libro de Pérez de Moya. Su referencia en la página web no pasa de ser una digresión erudita que no enriquece la apreciación del cuadro de Velázquez, pintado un siglo más tarde y respetando el sentido literal del texto de las Metamorfosis.

De los amoríos de Júpiter e Io, Velázquez ha tomado como tema pictórico un momento de suspense, el previo a la muerte de Argos a manos de Mercurio. Aunque Argos esté sumido en un sueño plomizo, Mercurio, que con su siringa le ha dormido los cien ojos, se le acerca reptando sigilosamente para no hacer ruido; empuña la espada o lanza, cuya vaina yace por el suelo junto a la siringa con la que ha dormido al gigante pastor y se dispone a darle muerte. Observemos que en el cuadro Argos ni es gigante ni tiene más de dos ojos. En Velázquez -se ha subrayado constantemente- los dioses del Olimpo y los personajes míticos se someten a la representación y dimensión humanas.

El relato de los amoríos de Júpiter e Io (Metamorfosis, I, cap.5- 6) dice así, resumido:

Júpiter se enamora de la bellísima ninfa Io. Para evitar que se le escape, «cubre la Tierra con una suave y dorada niebla». Juno, sospechando siempre de las infidelidades de su esposo, baja del Olimpo para disipar la niebla. Pero Júpiter tiene tiempo para transformar a Io en vaca. Disipada la niebla, contemplan una espléndida ternera. ¡Regálamela! -dice Juno. Júpiter no tiene salida y le tiene que regalar la vaca-Io. Temiendo que Júpiter pudiera recuperar la vaca, Juno se la entrega en custodia a Argos, gigante pastor de absoluta garantía de constante vigilancia pues dispone de cien ojos que se abrían o cerraban por turno. Júpiter que no se resigna a perder a Io, ahora transformada en vaca, recurre a Mercurio, el dios más astuto del Olimpo: «Apáñate para matar a Argos y recupérame la vaca». Mercurio accede a la petición de su padre, se desprende de las alas de sus pies, se coloca un sombrero alado, desciende del Olimpo provisto de lanza y siringa y se hace encontradizo con Argos con el que mantiene una larga y amistosa conversación. Llegado un momento, toma la siringa y le saca dulcísimos sonidos que adormecen y van cerrando, uno tras otro, los cien ojos de Argos. El desenlace de la escena es lo que vemos representado en el lienzo de Velázquez. Ovidio nos hace saber que Juno recogió del suelo los mejores ojos de Argos y los colocó en las plumas del pavo real, ave que le estaba consagrada.

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Estamos ante una de las composiciones más logradas de toda la historia de la pintura. Su disposición rectangular apaisada le viene de su condición de «sobrebentana», como leemos en una de sus catalogaciones. Velázquez tiene que adaptar la escena que va a pintar al formato que le impone su colocación en la Sala de los Espejos. El resultado es una bellísima composición, tanto por la distribución de los personajes como por su realización pictórica. Realización magistral que permite datar el cuadro como una de sus últimas obras.

Cuando se comentan obras artísticas es corriente buscarles antecedentes que hayan podido ser tenidos en cuenta por el artista. En nuestro caso, para los personajes, se ha apuntado como referencia lejana a los Ignudi de Miguel Ángel y al Galo moribundo. En cuanto a la distribución de los personajes no conozco que se haya citado el Venus y Marte de Botticelli (Florencia, 1483).

Venus y Marte. Botticelli. Londres. National Gallery

Si cotejamos este cuadro con el de Velázquez, ambos de formato rectangular, sorprenderá ver que ambos se organizan en forma de «W», coincidiendo la disposición de las piernas derecha, elevadas y dobladas, de Argos y de Marte.

Sorprenderá igualmente la disposición de los brazos de ambos personajes. Esta sospecha de influencia cobraría más fuerza si supiéramos que Velázquez pasó por Florencia en su segundo viaje a Roma. Pero hay serias dudas.

Los elementos de ambos cuadros se disponen en tres planos de profundidad. En ambos lados del plano más profundo de su cuadro Botticelli coloca sendas zonas boscosas sobre las que destacan los personajes. Otra muy distinta es la configuración de este tercer plano en el cuadro de Velázquez. Vemos distintas fuentes de luz en los extremos y un centro oscuro, sombrío. A nuestra izquierda un cielo azul, veteado de nubecillas deshilachadas, recorta la figura de Mercurio y la cabeza ausente de la vaca, cuyo afilado cuerno izquierdo ha ganado espacio para alinearse con las alitas del sombrero de Mercurio. A nuestra derecha Velázquez nos sorprende introduciendo libremente una fuente de luz detrás de Argos que recorta y destaca su figura.

Observamos que la composición del pintor sevillano es más compacta. Y lo es por la atinada realización del plano intermedio, el ocupado por la vaca Io. Esta, que es una figura casi plana, por su colocación, colorido y extensión aúna planos y nos lleva y nos centra en el primero, subrayando el suspense que crea el sigiloso reptar de Mercurio.

Si la composición del cuadro es un acierto difícilmente superable, no lo es menos su realización pictórica. Los entendidos destacan las formas robustas, modeladas con asombrosa sencillez; la pincelada fluida, sin empastes. Atinadamente el catálogo de 1828 califica el cuadro de «pintado a la primera vez» para designar la magistral soltura de su pincelada, sin necesidad de retoques superpuestos.

El colorido, sobrio pero preciso, riquísimo en matices, destacando la gama fría que envuelve a Argos en contraposición a la cálida de Mercurio.

Sería delito cerrar estas notas sin resaltar la maravillosa técnica con que Velázquez pinta los rostros en penumbra de ambos personajes, Son formas cuyos límites se disuelven en el aire.

Mercurio y Argos. Rubens. Óleo sobre lienzo, 180 x 298 cm. Museo del Prado

Hay que reseñar que veintitrés años antes de que Velázquez pintara el cuadro de Mercurio y Argos, ya en 1636 Rubens había pintado uno con el mismo tema para la Torre de la Parada.

La comparación de ambos lienzos no permite hablar de más influencia que la elección del tema, diferiendo enfoque y tratamiento.

Dentro de la producción del maestro flamenco su cuadro es una de tantas bellas obras; el de Velázquez, realizado en la cumbre de su vida, un año antes de su muerte, es la síntesis de todo el saber acumulado en su trayectoria pictórica.