La presencia de Marsias en Las Meninas

-Velázquez nos informa-

José Luis Sierra Cortés

Velázquez colocó o imaginó a los personajes de Las Meninas en la sala principal del «Cuarto bajo que llaman del Príncipe», del antiguo Alcázar madrileño; sala que reflejó en su lienzo. En él, en su pared del fondo, se observan dos cuadros, de trazos poco definidos por estar en penumbra. Ambos están perfectamente documentados y en ellos se representan las contiendas de Atenea con Aracné y de Apolo con Pan. Charles de Tolnay los interpretó como victoria de los dioses, artistas liberales, sobre sus contrincantes, artesanos. Y los vio como clave de lectura del propósito de Velázquez de hacer de su obra una alegoría de la pintura en tanto que arte liberal. Se está de acuerdo en que, de un modo u otro, la liberalidad del arte de la pintura ronda por el lienzo de Las Meninas, pero existe desacuerdo con la lectura que hizo Tolnay de los dos cuadros aludidos y con su condición de clave. Ni esta ni otras muchas discusiones sorprenden en una obra de tan enorme complejidad y que tanta literatura ha acumulado.

Lo que sí sorprende -y sorprende muchísimo- es que no se le haya prestado atención a un tercer cuadro de trazos poco definidos como los dos citados por estar igualmente en penumbra. Me refiero al de formato alargado que, a nuestra derecha, vemos sobre el grupo de Maribárbola. En él se representa a Marsias colgado de un pino para ser desollado después de haber sido vencido en su confrontación con Apolo. La presencia de Marsias en Las Meninas obedece a una decisión personal del pintor que se revela de capital importancia para la interpretación de su obra. Interpretación que ya no queda sólo a merced de los estudiosos, pues Velázquez mismo nos informa directamente de su intención con la inclusión de Marsias en Las Meninas.

¿Cómo ha podido pasar desapercibido Marsias? A su explicación y a la importancia de su presencia conducen las notas que siguen, mediante un recorrido sucinto por la problemática del cuadro.

Un cuadro en busca de título.

Situarse ante Las Meninas es tener la sensación de que la escenografía, acciones y retratos de sus personajes están resueltos con la espontaneidad misma de la realidad. Cuadro sin embargo de muy estudiado y complejo «diseño» barroco, cargado de intenciones, más o menos desveladas, que dificultan un título simple que unifique todo su contenido. Su más reciente título, desde mitad del siglo XIX, Las Meninas, en referencia a las dos jóvenes que atienden a la Infanta Margarita, es irrelevante. Es catalogado como La familia del rey en el recuento de las obras salvadas del incendio que en 1734 asoló al Alcázar madrileño; y como La familia de Felipe IV en el inventario de 1789 del nuevo Palacio Real, levantado sobre los escombros y ruinas del antiguo Alcázar. Títulos muy vagos, aunque tomemos el término familia en un sentido amplio que abarque la presencia del aposentador real que es el pintor.

Conviene remontarse al inventario del Alcázar de 1666, realizado el año siguiente de la muerte del monarca. Ubicado el cuadro en el Cuarto bajo del rey, en el despacho de verano, es descrito así: Cuatro varas y media de alto y tres y media de ancho, con su marco de talla dorada, retratada la señora Emperatriz con sus damas y una enana de mano de Diego Belázquez, en mil y quinientos ducados de plata.

No debe extrañar que la niña Margarita, que tendría cinco años en 1656, fecha asignada de común acuerdo a la conclusión del lienzo, sea reseñada como emperatriz. En rigor lo sería diez años más tarde a partir de su enlace con Leopoldo I de Austria el 12 de diciembre de 1666. Aunque el inventario esté fechado unos meses antes, en septiembre del mismo año, la noticia era sabida y el inventario no la querría privar de tan honroso título.

Este inventario, aunque escaso de información, es muy importante por ser el más inmediato a la conclusión de la obra y porque en él ha tomado parte nada menos que Juan Bautista del Mazo, yerno y colaborador de Velázquez. Haya partido del pintor o del rey la iniciativa del cuadro, deduciríamos del inventario que lo consensuado por ambos -núcleo «inicial» o conditio sine qua non- sería la representación de la infanta con su séquito. De atenernos sólo a esto estaríamos ante un retrato colectivo centrado en la infanta Margarita. Pero, admitida esta exigencia, no excluyente, hay en Las Meninas otros datos muy relevantes que nos solicitan ampliar la visión y lograr una clave comprensiva del conjunto de la obra.

Veinte años después el inventario de 1686 nos amplía información con detalles que me parecen interesantes:

(513) Una pintura de quatro varas y media de alto y tres y media de ancho, retratada la Sra Emperatriz Infanta de España, con sus Damas y Criados, y vna Enana original de Diego Belazquez Pintor de Camara y Aposentador de Palacio donde se Retrato a sí mismo pintando.

Carece de importancia que el autor del inventario haga referencia también a los criados, pero lo que sí es digno de subrayarse es la doble atención que presta a Velázquez en tanto que personaje de alto rango en la corte y pintor que se autorretrata. Cabría esperarse un complemento directo más, quedando la última frase así: «se retrató a sí mismo pintando al rey», pero no alude a ello.

Dado el exigente protocolo regio en la relación del monarca con sus servidores, incluso los más allegados o privilegiados, es impensable que la presencia de los reyes, reflejados en el espejo del fondo de Las Meninas y la propia presencia del pintor, tan acusada en el ámbito de la familia real, no contara con el beneplácito de Felipe IV. Dejando éste como incuestionable, lo que sí entra en conjeturas es saber qué provecho intentaría sacarle el pintor a su privilegiada situación en el cuadro para presentarse superando la contradicción de aunar el ejercicio de la pintura y la aspiración a nobleza, ejemplificando en su propia persona la liberalidad del arte de la pintura. Pero conociendo la afición del rey por la pintura, el aprecio que le mostró siempre al pintor, su apoyo para el ascenso cortesano y para la consecución del hábito de caballero de Santiago, podríamos pensar igualmente en el beneplácito del rey para ese empeño de promoción.

Son conjeturas y, como tales, no permiten deducir nada estable; pero sí llevarnos a otra conjetura que podría afectar a lo que califiqué más arriba como núcleo «inicial» del cuadro, es decir el retrato de la infanta Margarita. La presencia del autorretrato de Velázquez, que parece cargado de intenciones, podría desplazar en la lectura final de la obra lo que califiqué de punto «inicial» convenido. Aunque parezcan pequeños matices, no es lo mismo decir de Las Meninas que es un cuadro en que aparece retratada Margarita con su séquito y en el que se ve a Velázquez pintado a los reyes, que describirlo como Velázquez pintando a los reyes, reflejados en el espejo del fondo al tiempo que la infanta y su séquito se presentan en la sala.

El cuadro, personajes, acciones y elementos

¿Qué vemos? La presencia inmediata de unos personajes y escenario que están simplemente un poco más allá en el propio espacio del espectador. Vemos a la infanta Margarita, entre sus damas, María Agustina Sarmiento e Isabel Velasco. La infanta mira al frente, hacia donde están sus padres, Felipe IV y Mariana, situados fuera del cuadro y reflejados en el espejo del fondo. María Agustina le ofrece a la infanta una bebida en una jarrita de barro. Isabel Velasco hace una reverencia, probablemente dirigida a los reyes. En primer término, a nuestra derecha, dos bufones y un perro: Maribárbola, enana deforme, citada expresamente en los dos inventarios aludidos, y Pertusato, adulto de apariencia infantil, que pone su pie sobre un hermoso mastín. Detrás de Isabel Velasco, en espacio menos iluminado, dialogan los guardadamas Marcela de Ulloa y un hombre hasta ahora desconocido. Detrás de ellos, al fondo, en una escalerita iluminada, un hombre que parece descorrer una cortina; es José Nieto, aposentador de la reina. Al otro lado, a nuestra izquierda, vemos, montado en su caballete, el reverso de un gran lienzo, delante del cual está Velázquez en actitud pensativa, con la paleta y tiento en la mano izquierda y el pincel en la diestra, dispuesto a pintar o seguir pintando a los reyes, situados en un lugar del propio espacio, pero fuera del cuadro, en el lugar en que se sitúa el espectador. Maravilla al punto el ingenioso modo que tiene el pintor de bilocarse: desde dentro del cuadro pinta a los reyes, que están fuera, y desde fuera pinta lo que está dentro y allí acontece Y vemos también, en las paredes de la sala, una serie de cuadros, unos en total oscuridad y otros en semipenumbra, de los que tres, dos al fondo y uno sobre Maribárbola, tienen escasa pero suficiente luz y rasgos para ser identificados.

Hasta aquí, personajes y acciones. Pero en una obra importante como ésta todo lo que está en el cuadro es cuadro; es decir, todo tiene importancia, mayor o menor, para su lectura. Así la ha tenido mayor para su autor y la tiene para su lectura el amplísimo escenario donde los personajes citados se desenvuelven. (Basta invertir verticalmente una buena reproducción de Las Meninas para caer en la cuenta del inmenso espacio vacío y de la prodigiosa maestría con que el pintor ha resuelto el tratamiento del aire intermedio y el de las luces). La sala que Velázquez pinta en su lienzo corresponde a la sala principal del «Cuarto bajo que llaman del Príncipe, que cae a la plazuela de Palacio», donde había morado el príncipe Baltasar Carlos. Se sabe que la sala aludida no era el obrador del pintor. Su elección, pues, delata interés especial por parte de Velázquez. En ella se encontraban colgados los cuadros de las contiendas de Minerva y Aracné y de Apolo y Pan, copiados luego en Las Meninas como victorias del arte divino sobre el ejercicio artesanal. Y en el inventario de esta sala del Alcázar encuentro la explicación de por qué haya pasado desapercibida en Las Meninas otra víctima de la confrontación con Apolo, Marsias. De ello trataré más adelante puesto que es la razón de este artículo.

Como queda indicado,Velázquez pintó a Marsias colgado para ser desollado en la figura escorzada que se observa en el cuadro estrecho y alargado situado al lado de la primera ventana a nuestra derecha.

El cuadro y sus lecturas

Es de experiencia frecuente que el espectador normal -entiendo por tal al no especializado- antes de recrearse en lo que alcance a ver, que sin duda será mucho porque las grandes obras se imponen, se pregunte de entrada qué representa el cuadro. Seguro que quedaría satisfecho si tuviera a su alcance algunos de los catálogos del Museo del Prado -sea el de 1963- y leyera:

Velázquez pintando un lienzo con los retratos de Felipe IV y Doña Mariana, que se reflejan en el espejo, al fondo; D.a María Agustina Sarmiento, «menina» de la Infanta Doña Margarita, le ofrece, en bandeja, un búcaro con agua; la Infanta, en medio; a su izquierda, D.a Isabel de Velasco, también «menina»; siguen, la enana Maribárbola y Nicolás de Pertusato, con el pie izquierdo sobre el perro echado. En segundo término, D.a Marcela de Ulloa, «Guardamujer de las damas de la Reina», y un guardadamas. En la puerta del fondo, descorre una cortina el aposentador D. José Nieto Velázquez. En las paredes del aposento -en el cuarto del Príncipe- se ven lienzos de escuela de Rubens, alguno conservado, como el Certamen de Apolo y Pan, número 1712 del Prado, copia de Mazo del firmado por Jordaens, núm. 1551.

Este texto, que es de Sánchez Cantón, avala lo que indiqué anteriormente sobre la posibilidad de que el núcleo « inicial » de la obra, el retrato de la infanta, cediera protagonismo a Velázquez, una vez acabada ésta.

El espectador aludido, con estos datos que le proporciona el catálogo del museo, haría un esfuerzo por localizar el certamen de Apolo y Pan y se daría por satisfecho.

Pero es un hecho que la abundantísima literatura que ha provocado esta obra excepcional no se conforma con una simple lectura anecdótica. Las circunstancias históricas, los datos biográficos del pintor y también del rey y las múltiples pistas que ofrece el cuadro piden una lectura más amplia y comprensiva. Y como no podía ser menos, los estudiosos del pintor han conjeturado diferentes claves de lectura.

En busca de una clave de lectura global Aunque todo lo que aparece en un cuadro es cuadro, no todo presenta idéntico grado de intencionalidad por parte del pintor; hay elementos diversos; unos se configuran en función de la composición, otros son descriptivos de una acción sin mayor alcance, etc. etc. Si, por ejemplo, preguntamos por qué algunas de las ventanas de la sala están abiertas y otras, cerradas, la respuesta nos convencerá: así lo ha querido el pintor para la distribución de las luces. Si queremos saber si el espejo del fondo refleja directamente a los reyes o al retrato que de ellos está realizando Velázquez en el lienzo que tiene delante, ni las leyes ópticas nos darán una respuesta satisfactoria. Si preguntamos, como se ha hecho, si Pertusato pone su pierna izquierda sobre el perro para aquietarlo o para despertarlo a fin de que siga a su amo, difícilmente obtendremos una respuesta definitiva. Menos aún la obtendremos si queremos averiguar el contenido de la jarrita de barro que le ofrece María Agustina a la princesa o si se la ofrece para que la mastique, dadas las cualidades curativas que se le atribuían al barro. Son cuestiones que, aunque vacías de respuesta, no calificaríamos de totalmente irrelevantes; se integran en la recepción de la obra. El mensaje artístico, como todo mensaje, se cierra en el receptor, quien no lo puede recibir como un calco del mensaje emisor. Su recepción, por usar un símil musical, se acompaña de múltiples armónicos; en nuestro caso, de preguntas espontáneas que en muchos casos no serán respondidas.

Pero más allá de estas múltiples cuestiones, se busca una clave integradora que nos desvele el núcleo central del cuadro, la intención primordial del artista.

Se han presentado claves que no son desdeñables, pero sí insuficientes por no dar cuenta del conjunto de la obra. Es el caso del enfoque político del retrato de Margarita, depositaria en ese momento de la supervivencia de la dinastía de los Austria. Menos aceptación ha tenido todavía, habida cuenta del espejo en que se reflejan los monarcas, el considerar el cuadro como una especie de speculum moralitatis, acorde con la larga tradición de los «espejo de..», como una invitación a la princesa para que se mire en el espejo moral de sus padres.

Si una conjetura no implica de por sí demostración, cuando varias conjeturas, de autorizados especialistas en la materia, convergen, se consigue un grado de aceptación suficiente para dar como válida una determinada interpretación. Así es de consenso que en Las Meninas se percibe una proclama de la excelencia de la pintura como arte liberal, globalizando en esa intención temas tan relevantes y bien resueltos como los retratos de la infanta, séquito, reyes y el propio autorretrato del pintor. Es la senda abierta por Charles de Tolnay («Velázquez, Las Hilanderas and Las Meninas» (An Interpretation), Gazette des Beaux Arts XXXV, 1949). La han seguido los mejores comentaristas, si bien algunos de ellos presentan objeciones a la importancia que Tolnay concede a los dos cuadros que se ven colgados en el fondo de la sala.

Son varios los datos, con matices, que conducen a dicho consenso: unos externos a la obra como las circunstancias históricas y el apoyo del rey; y otros, internos, los diferentes elementos que en el cuadro se ofrecen, destacando la figura de Velázquez y los dos cuadros del fondo, en los que Tolnay ve una clave fundamental para la lectura de las Meninas por representar fábulas con victoria del dios -arte liberal- sobre el oficio artesanal: Minerva (nombre romano de Palas Atenea) vence a Aracné, y Apolo a Pan.

Circunstancias históricas.

Desde la Antigüedad se tenía por arte mecánica, no liberal, la que necesitaba de un ejercicio manual. La pintura, por tanto, no era tenida por liberal. La enorme actividad desplegada en las cortes italianas del Renacimiento por escultores y pintores en pro de los grandes mecenas les reportó en contrapartida el estatus de artistas liberales. Se discutió incluso sobre la supremacía de unas artes sobre otras. Ese fue el empeño de Leonardo da Vinci al defender en su Parangón la supremacía de la pintura sobre las demás artes. La pintura -decía- es cosa mental; el manejo de los pinceles es cosa secundaria. ¿No tiene el poeta que mover la mano y escribir en un papel? Lo que importa es el acto creador, el diseño mental; la pintura es de carácter divino. Velázquez se alinea con esta doctrina. No es necesario destacar que tenía un ejemplar del tratado de Leonardo en su biblioteca; el empeño que puso en su propia trayectoria vital, consciente de la valía de la pintura, compatible con la nobleza, la ejemplifica.

Pero en España la situación era distinta. Todavía en tiempos de Velázquez se venía luchando para que la pintura fuera considerada liberal. Uno de los motivos, no el menor para los pintores, era que su oficio, en tanto que actividad liberal, quedaría exento de pagar alcabalas, de tributar al fisco un porcentaje del precio de la venta de sus obras. Destacaron en esta lucha Gaspar Gutiérrez de los Ríos con su libro de 1600 Noticia general para la estimación de las artes..; el abogado Juan de Butrón con sus Discursos apologéticos en que se defiende la ingenuidad del arte de la pintura, de 1626 y Carducho con su Diálogo de la pintura, de 1633. Y con ellos, destacados personajes como Lope de Vega, Valdivieso, Jáuregui, etc.

Por fin una sentencia del Real Consejo de Hacienda del 11 de enero de 1633 declaraba a la pintura exenta de pagar impuestos; arte liberal, por tanto. Años después pinta Velázquez Las Meninas, obra que se podría considerar colofón plástico de ese largo proceso: la divina pintura, liberal, se sitúa en un rango social superior al del artesanado. El cuadro de Las Meninas ha nacido pues en unas circunstancias muy apropiadas.

Pero conviene notar que una cosa es un decreto que exonera a la pintura de tributar por su nueva condición de liberal y otra, bien distinta, su lenta aceptación social. Cuando Velázquez en 1658 comienza los trámites para vestir el hábito de la orden de Santiago, no sólo tiene que demostrar la calidad de sus raíces genealógicas y su limpieza de sangre, sino también que no ha sido un pintor normal, sino un cortesano, un servidor del rey que pintaba ad libitum del mismo.

Otra circunstancia histórica de primera magnitud es el apoyo de Felipe IV. Sin él la trayectoria vital del pintor habría sido distinta. El monarca era aficionado y entendido en pintura y apreció la del sevillano desde que éste accedió a la corte. Se narra que el rey frecuentaba su taller para verlo pintar.

Con su apoyo el pintor fue ascendiendo los peldaños de la corte hasta convertirse en su personaje más cercano. Promoción que fue acompañada de abundantes aportaciones dinerarias. Promoción, a veces, a contracorriente de los cortesanos consultados; promoción que no parece traducir exclusivamente el aprecio por la pintura de Velázquez, sino igualmente el aprecio por su persona y sus ideas sobre la nobleza de la pintura. Se puede conjeturar que en 1656, cuando se da por concluido el cuadro de Las Meninas, el rey ya tenía in mente conceder al pintor el hábito de Santiago.

Velázquez se autorretrata

¿Cómo es posible que en el exigente protocolo de una corte donde las damas, salvo privilegio de silla, están de pie, donde a los niños regios se les coge por la «manga boba» y se les sirve con reverencias y de rodillas, donde los súbditos tienen complicado el acceso a su majestad, tenga un pintor la osadía de inmiscuirse en la familia regia? La respuesta sólo se puede encontrar en lo escrito en el párrafo anterior, el decisivo interés del rey en promocionarlo a un tiempo como pintor y como noble, título que alcanzará en 1659, al ingresar en la orden de Santiago ya en el cenit de su vida. Así, en esa doble condición, se nos presenta actualmente Velázquez en su autorretrato. La llave que ha querido colgar de su cintura recupera aquí su etimología y es «clave» para decirnos que en el momento en que pinta el cuadro ejercía los altos cargos de Aposentador mayor de Palacio y de Ayuda de Cámara.

Es conocido el afán nobiliario de Velázquez. Su modesto origen hidalgo no le daba alas para altos vuelos. El encuentro con Rubens se las desplegó. Pero no parece pensable que supeditara su pintura a dicho afán; entró en la corte con el pincel en la mano; sin el pincel no habría llegado muy lejos. Velázquez supo administrar los tiempos; era consciente de la valía de su pintura y ésta, reconocida y apoyada por el rey, fue la promotora de su ascenso cortesano y nobiliario. En su persona quedaría superada la contradicción entre la nobleza y la pintura. Es más, en su caso fue la nobleza la aupada por la pintura.

Tolnay ha destacado que Velázquez no se autorretrata en acto de pintar, sino de reflexionar. Es el momento de la creación artística en que el pintor ve en «diseño» -el diseño, tan caro a Leonardo- la totalidad de la obra antes de pasar a su realización manual, que es irrelevante. En boca de Velázquez podríamos poner una frase del pintor italiano cuyo ideario comparte: «...ciò che è nell’universo per essenza, presenza o immaginazione, esso lo ha prima nella mente, e poi nelle mani».(Trattato della Pittura, parte prima/9. Carabba editore, 1947) La sala del Alcázar y sus cuadros en Las Meninas Creo que no se le ha dado la suficiente importancia a la pieza principal del «Cuarto bajo que llaman del Príncipe», en el Alcázar, ni a su fiel representación en Las Meninas. Después de la muerte de Baltasar Carlos, en 1646, su apartamento fue remodelado y dedicado a obrador de los pintores de cámara. La pieza principal fue decorada con cuarenta cuadros pintados por el yerno de Velázquez, Juan Bautista Martínez del Mazo; todos, según inventario, copiados de Rubens salvo cinco originales del copista.

Con ocasión de unas obras en el Alcázar hubo un conflicto entre Velázquez y los encargados de ejecutarla. Tuvo que intervenir el rey para delimitar competencias. Y el rey dio las obras a los arquitectos y decidió que toda la decoración de los interiores del Alcázar corriera a cargo de Velázquez, con facultad para escogerse colaboradores. Notemos que esto ocurre en 1646, el mismo año en que muere Baltasar Carlos. Es fácil deducir de esta decisión regia que Velázquez decoró la pieza a su gusto, pidiéndole a su yerno y colaborador, del Mazo, que para tal fin copiara obras de Rubens -labor que llevaría su tiempo- y que fue él mismo quien decidió el emplazamiento de los cuadros que luego copiaría en Las Meninas. Más tarde Velázquez realizará algo parecido ordenando la distribución de cuadros en El Escorial.

Ha habido quien, considerando más que suficiente la presencia del pintor en el cuadro y quitándole importancia a la valoración que hace Tolnay de los dos cuadros del fondo, ha afirmado como cuestión zanjada de cara al futuro que Velázquez se limitó a pintar lo que tenía delante. Son débiles los dos miembros de la afirmación. ¿Y si «lo que tenía delante» se lo había preparado el propio pintor, como parece lo más obvio, según lo acabado de decir? Tampoco es cierto, como mostraré después, que se limitara a pintar lo que tenía delante.

Los cuadros aludidos aparecen reseñados así en el inventario del Alcázar de 1686:

(889) Una Pintura de dos varas y media casi en quadro de la fabula de Aragne y Palas que tejia la Historia del rouo de Europa con marco negro copia de Rubenes de mano de Juan Bauptta del Mazo que fue pintor de camara.

(890) Otra Pintura del mismo tamaño y marco negro de la fabula del Dios Pan y Apolo echo satiro Copia de Rubenes de mano de dho Juan Baupptta del mazo.

Las secuencias que llevan estos temas a Las Meninas son las siguientes:


Minerva castiga la soberbia de Aracné y la convierte en araña. Original de Rubens en el Virginia Museum (fig.1).
Del Mazo lo copia -copia perdida- y Velázquez (fig.2) copia a del Mazo en Las Meninas.
Pan desafía a Apolo. Tmolos corona vencedor al dios, quien castiga a Midas con orejas de asno por haberse pronunciado por el vencido. Boceto de Rubens (fig. 3) en el Museo Real de Bruselas. Jordaens (fig.4) lo copia en lienzo; Mazo copia a Jordaens (fig. 5) y Velázquez copia a su yerno (fig. 6).

Posteriormente se ha cometido el error de interpretar este último cuadro como Apolo vencedor de Marsias; equivocación que sigue vigente en muchos comentaristas.

Lo representado en estos cuadros tiene su calco en Las Metamorfosis de Ovidio (Libros VI,I y XI,II, respectivamente), pero conviene notar que lo que Velázquez lleva a Las Meninas no deriva de una lectura directa de Ovidio, sino de copias que tienen sus orígenes en cuadros de Rubens, según la secuencia acabada de citar.

Igualmente para quitarle importancia a la interpretación de Tolnay de los dos cuadros del fondo en clave de victoria del arte liberal sobre el ejercicio artesanal, se ha dicho que Velázquez tenía en su biblioteca un ejemplar del Philosophia secreta donde"debaxo de historias fabulosas se contiene mucha doctrina prouechosa a todos estudios", obra de Juan Pérez de Moya (Madrid, 1628) y que los episodios representados en los cuadros, tomados de las Metamorfosis de Ovidio, deben interpretarse a tenor de dicho libro.

El libro de Pérez de Moya se inserta en la corriente que, a partir del siglo XII, glosó los mitos desde un punto de vista simbólico y moralizante, adaptado a la moral cristiana, y abrió cauce a la amplísima corriente literaria de los «Ovidios moralizados». ¿Quién no recuerda la moralización impuesta al «Apolo y Dafne» de Bernini, contemporáneo de Velázquez? Al tacto del dios, la joven Dafne se va convirtiendo en lo que su nombre indica, laurel. Esta plasmación literal del relato mitológico de Ovidio no fue del agrado del cardenal Barberini, el futuro Urbano VIII, mecenas del artista. Con una sonrisa, según cuentan, dijo que con un par de versos le cambiaría el sentido a la escena. Así lo hizo. En el zócalo de la estatua mandó escribir: Quisquis amans sequitur fugitivae gaudia formae / fronde manus implet, baccas seu carpit amaras (El amante que corre tras los gozos de la belleza fugitiva se llena las manos de hojarascas o coge bayas amargas».

Volviendo a las dos objeciones aludidas, la primera carece de fuerza probatoria. Es cierto que Velázquez tenía en su biblioteca un ejemplar de la Philosophia secreta, como tenía igualmente dos ejemplares de las Metamorfosis y otros muchos libros que delatan sus intereses culturales. Pero de la posesión de un libro sólo puede deducirse estrictamente, si no hay más datos, interés por conocer su contenido. De quien tenga un Corán en su biblioteca no se puede deducir que siga su doctrina y sea musulmán.

La segunda objeción es de efecto bumerán. Ovidio en la fábula de Minerva y Aracné resalta el castigo a la tejedora por su obstinada soberbia, y deja entrever un empate técnico entre ambas. Pero resulta que Juan Pérez de Moya interpreta el texto como una victoria de Minerva, es decir en la línea de Tolnay:.

«...ficción de Ovidio para contar el mudamiento de Aragnes, porque vencida de Minerva la convirtió en araña..» Y líneas después nos da el contexto moral: «Otrosí nos da exemplo que por más excelencia que parezca que tenemos, no debemos igualarnos con Dios ni ensoberbecernos..» (Op.cit. L.III, Art.VI, p.245).

Si se tuviera en cuenta la evolución que han experimentado los temas mitológicos en la época de Velázquez, se eliminarían ciertos planteamientos. En las confrontaciones con los dioses que narran las fábulas de Las Metamorfosis no encontraremos alusión alguna a la liberalidad del arte. Los dioses castigan la osadía del contrincante. Pero ocurre que el vencedor es un dios y que el tema de la confrontación es el arte. Cuando, con el paso del tiempo, el arte -y en particular la pintura- luchen por conseguir estatus de liberal, el tema mitológico recibirá una nueva lectura ad hoc. La Divina Proporción (Luca Pacioli) será «divina», entre otras razones, por su estabilidad, semejante a la de Dios. Leonardo aludirá al «carácter divino» de la pintura. Y cuando los tratadistas españoles diserten en pro de la liberalidad de la pintura, recurrirán al epíteto de «divina» al amparo del servicio que esta presta a los fines de la Iglesia. Carece de sentido histórico leer los cuadros mitológicos que aparecen en Las Meninas en la literalidad en que fueron escritos.

Marsias

Hace una quincena de años, al fotografiar una lámina de Las Meninas, enfoqué la figura confusa del cuadro colgado encima de Maribárbola (fig. 7 y 8). Me detuve en descifrarlo y de pronto me dije: «¡Pero si es Marsias!». No me sorprendió tanto el hallazgo -miles de personas lo habrían visto antes- cuanto observar que el dato no era moneda en curso en los estudiosos de Las Meninas. Me sentí obligado a buscar una explicación.

Marsias era un sátiro, un excelente flautista lo mismo que Pan. Se cuenta que la diosa Atenea se encontró una flauta; comenzó a sacarle sonidos; al verse reflejada en el cristal del agua con los carrillos hinchados, se vio fea y tiró la flauta. Pasó por allí Marsias, cogió la flauta, empezó a tocarla y se convirtió en un excelente flautista hasta el punto de atreverse a desafiar al dios Apolo. Como consecuencia del enfrentamiento fue desollado vivo.

Las fuentes literarias antiguas que transmiten esta fábula, Jenofonte, Diodoro Sículo, Higinio, Ovidio, Plinio, el Pseudo-Apolodoro, Luciano, etc., presentan matices diferentes como no podía ser menos. En este caso, como en todas las demás transmisiones fabulosas, los textos literarios recogen antiguas referencias orales que trenzan sus variantes en torno a un núcleo central. En circunstancias normales, cuanto más antigüedad tenga un texto, menor será su grado de contaminación en la transmisión de la fábula.

Ovidio, una vez más, sitúa la fábula de Marsias en un contexto de venganza de dioses. Un licio cuenta cómo sus compatriotas impiden que Latona sacie su sed y cómo la diosa se venga convirtiéndolos en ranas. A continuación uno de los asistentes se lamenta de la cruel venganza de Apolo desollando a Marsias «por haber tocado la flauta mejor que él» (op. cit. VI, III). Aquí el dios es vencido y su venganza es injusta. Pero en general las otras fuentes dan por vencedor al dios, si bien algunos autores destacan su maña para proclamarse vencedor. Así leemos, por ejemplo, en el Pseudo-Apolodoro:

Convinieron que el vencedor ordenaría al vencido lo que quisiera; y ya en competición Apolo, volviendo la cítara, contendió, y mandó a Marsias que hiciera otro tanto; como fuera incapaz, resultó superior Apolo y colgando a Marsias de un pino que sobresalía, le quitó la piel y así lo mató» (Biblioteca, I, 4.2).

El autor más antiguo de los citados, y por tanto el más cercano a la fuente de la fábula, Jenofonte (c.431-354 a.C.), habla simplemente de victoria del dios:

Se dice que aquí Apolo desolló a Marsias tras haberlo vencido en una disputa (Anábasis, I. 2.8.).

Como mostraré a continuación, la presencia de Marsias en Las Meninas no es casual; obedece a una intención meditada de Velázquez, y corrobora una lectura unificada de las tres fábulas como victorias del arte divino.

Un silencio elocuente.

Si nos detenemos en un análisis visual del cuadro de Marsias, entrevemos en él una figura humana alargada, poco definida, algo ahusada desde su parte central, sin ropa y con los brazos convergentes en alto.

Si la comparamos con las figuras de lo dos cuadros del fondo, notaremos que no tiene ni mayor ni menor definición y que comparte el mismo grado de sombra. Tiene en contra su visión en escorzo.

Cuando vislumbramos un objeto y queremos averiguar qué es, basta que alguien nos lo defina para que comencemos a percibirlo. De la noción a la percepción el camino es fácil; no a la inversa.

Digo esto porque los temas de los dos cuadros del fondo (Minerva – Aracné y Apolo –Pan) los tenemos previamente definidos en el inventario del Alcázar de 1686, lo que nos facilita reconocerlos pronto en los pocos pero suficientes trazos magistrales con que Velázquez los ha llevado a Las Meninas. Y así se han podido reconstruir sus secuencias desde los originales de Rubens. Marsias, por el contrario, no se ha beneficiado de inventario alguno. Pero si decimos que su fuente iconográfica pudo ser la escultura del sátiro que se conserva en el Louvre desde 1807 (fig. 9), procedente de Roma, donde la pudo conocer el pintor durante su estancia allí, tendremos ya un punto de definición que nos permitirá reconocerlo en los trazos del pintor, escasos pero eficaces, como en los dos casos anteriores.

Como queda dicho, en la sala del «Cuarto bajo del Príncipe» del Alcázar, la que se refleja en Las Meninas, estaban colgadas las copias de Rubens realizadas por del Mazo. En aquella sala no había ninguna copia de Rubens con el tema de Marsias en el suplicio. Mazo no pudo copiar lo que en las colecciones reales del maestro flamenco no existía. Este es un dato muy a tener en cuenta.

Con el inventario del Alcázar de 1686 en la mano se pueden localizar y conocer los temas de todos los cuadros que colgaban en la sala del «Cuarto bajo del Príncipe» que Velázquez copió en Las Meninas, sean sus temas visibles o no. Si buscamos en dicho inventario los originales de los cuadros alargados que vemos en la parte inferior de la pared lateral de Las Meninas, en las entreventanas, de dentro afuera, nos llevamos una sorpresa:

(923) à (928). Otros seis quadros de à vara y media de alto y dos terçias de ancho tambien en las entrebentanas marcos negros, Los dos de Eraclito y Democrito filosofos – vno de Ercules matando a la Ydra de seis Cauezas y los tres restantes de Mercurio, Saturno, y Diana copia de Rubenes de mano del dho Juan Bauptista del mazo.

Descartados los cuadros de Saturno y Diana que se sitúan en el espacio del espectador, fuera del encuadre de Las Meninas, nos sorprende ver que el cuadro de Mercurio, el que ocupaba la cuarta plaza en la sala del Alcázar, según su inventario, ha cedido su puesto en Las Meninas al cuadro de Marsias. El pintor se ha desentendido de lo que tenía delante, la copia de un Mercurio de Rubens, realizada por del Mazo. En su lugar ha pintado a Marsias; un Marsias insinuado suficientemente con trazos semejantes a los de los dos cuadros del fondo. Ahora bien, como el inventario de 1686, posterior a la conclusión de Las Meninas, sigue catalogando la copia del Mercurio de Rubens en su sitio original del Alcázar, la imagen de Marsias que tenemos ante los ojos no ha podido gozar del apoyo descriptivo de dicho inventario que sí han tenido los otros dos cuadros del fondo.

No podía ser inventariada la imagen de Marsias simplemente porque no existía. Esto nos dice que su presencia en Las Meninas no obedece a copia alguna. Es una creación voluntaria del pintor y de capital importancia.

Sorprende que no se haya cotejado la imagen de Rubens (al menos el original, puesto que su copia se ha perdido) con la imagen de Marsias que aparece en Las Meninas (fig. 10). Ni postura de brazos, ni caduceo, ni casco alado, ni túnica roja..., nada de eso encontramos en la figura pintada por Velázquez; ninguna relación visual con el Mercurio de Rubens. Sí, por el contrario, con la escultura de Marsias colgado para ser desollado, obra que está en el Louvre, y estaba en Roma en tiempos de Velázquez, donde la pudo conocer. Pero no es necesario empeñarse en que ésta sea su fuente iconográfica directa; del tema de Marsias colgado de un pino hay referencias más que suficientes.

Conclusión

Al representar a Marsias en Las Meninas por decisión propia, el pintor mismo nos da una clave para la lectura de su obra y nos permite subrayar algunas conclusiones relevantes: - El cuadro de Marsias -otra victoria más de un dios- avala la presencia y la intencionalidad de los otros dos cuadros del fondo con idéntica temática.

- Ya no se les puede restar importancia a dichos cuadros, ni afirmar, como se ha dicho, que el pintor se limitó a pintar lo que tenía delante, pues el Mercurio de la sala del Alcázar no ha sido copiado y ha cedido su puesto a un Marsias, introducido voluntariamente en Las Meninas.

- Se refuerza la opinión de Tolnay que interpretaba los cuadros del fondo en clave de lectura de La Meninas. Ya no son dos sino tres los cuadros con victoria del arte liberal, simbolizado en los dioses.

- Lo mismo que una clave musical con su armadura nos informa de la tonalidad de la partitura, la presencia de estos tres cuadros, voluntariamente escogidos por Velázquez, nos informa de la voluntad del pintor de que leamos las Meninas en clave de liberalidad del arte de la pintura.

- A la luz de lo dicho comprendemos mejor por qué el pintor se autorretrata pensativo, en actitud de artista liberal, más atento al diseño mental que al ejercicio manual, según destacaba Tolnay.

- Y si Velázquez empeñó su vida en la perfección progresiva de su arte, haciéndola compatible con su ascenso nobiliario, también podríamos decir que en su obra cumbre ejemplificó la liberalidad de la pintura en su propia persona, haciendo de Las Meninas su autobiografía pictórica.

( El ordenador me permite mostrar las tres imágenes relacionadas (fig.11) sin más truco que su mayor iluminación, dejando en grisalla el resto )