Es frecuente elegir títulos sugestivos, envueltos en una cierta ambigüedad evocadora que mantiene despiertas las expectativas del lector. Para este artículo he preferido un título directo que describe, en su crudeza, la situación actual de la iconografía mariana, confrontada con su pasado de esplendor. Esplendor y penuria que comparte la iconografía mariana con la iconografía religiosa en general.
¿Nos atreveremos a afirmar que hoy, metidos de lleno en la cultura de la imagen, no hay lugar para la imagen religiosa? La acumulación de imágenes icónicas en un espacio determinado permite a los técnicos hablar de «densificación iconográfica», variable según espacio y tiempo y evaluable en «espectador x segundos ». ¿Hemos pensado en los centenares de imágenes, informativas o publicitarias, que puede soportar el habitante de una urbe en una sola jornada? Carteles publicitarios y medios de masas operan al unísono. Son imágenes en continua evolución y adaptación, en función de su eficacia. Pues bien, en este mundo de la imagen abundante y eficaz, la imagen religiosa languidece. Y cuando hablamos de «penuria» no nos referimos fundamentalmente a la cantidad -sin duda ha disminuido respecto a la época preconciliar- sino a su carencia de creatividad, a su condición de imágenes supervivientes de un pasado lejano en un terreno yermo.
Utilizamos el término imagen en la acepción amplia que encontramos en los documentos de la tradición católica; acepción que desborda el estricto sentido etimológico de los términos en uso, pues imago para los latinos (por imitago de imitor) y eikon para los orientales suponen una representación plástica que ofrece semejanza perceptiva con el denotado. Desde una tal definición, la imagen se insertaría en una corriente realista, aunque no fuera del corte que nos impuso el Renacimiento y desemboca en la fotografía. Pero las cosas no son así. Un cristiano reconoce una Virgen aunque no haya visto el original. Es pertinente la observación de Etienne Gilson: «Il ne s’agit plus alors de signification par mode de ressemblance, mais seulement par mode de figuration conventionnelle»[1] ¿Y qué decir de la representación de Dios Padre o de los ángeles? Si el grado de iconicidad de una imagen se establece a partir de su semejanza con lo denotado, queda claro que el concepto de imagen de la tradición católica recorre de un extremo al otro una escala de grados, desde el realismo más acendrado para los santos de los tiempos modernos (así se pedía en la época postridentina), pasando por el modo de «figuración convencional» para el santoral del pasado, en el que se incluyen las imágenes de Jesús y de María, hasta llegar a la arbitrariedad de la representación antropomórfica de Dios y de los ángeles.
Dos funciones básicas destacan en la imagen religiosa: la didáctica y la devocional. En los argumentos en pro del uso de la imagen aparecen mezcladas ambas funciones. Tras unos inicios en que parece destacar la función simbólica, despliega toda su riqueza la función didáctica, alcanzando su auge, sin duda, en el medievo. Y aunque no siempre sean separables las funciones, y los argumentos de la época moderna sean reiterativamente los del pasado, parece claro que, con el paso del tiempo, es la función devocional la que destaca, la que atrae más directamente al pueblo piadoso. La función ornamental se incluye en la función estética, que se presenta como un aditivo importante de la imagen y es la que centra el interés del historiador del arte.
Las circunstancias en que nacen y viven las primeras comunidades cristianas no son propicias para la imagen sagrada. El Judaísmo le había sido adverso. El entorno pagano era propicio a la idolatría. La clandestinidad tampoco se prestaba al despliegue de la imagen. Por eso los primeros balbuceos se dan entre el temor y la espontaneidad y son más importantes como documentos arqueológicos que como formas artísticas. Estilísticamente se insertan en el tardío arte romano, como puede observarse en los relieves de sarcófagos o en motivos tomados del entorno cultural, a los que se carga de un nuevo significado. Tal es el caso del Hermes Chryóphoro convertido en Buen Pastor. Elementos simbólicos, soteriológicos o crípticos (el pez «ijthus», es para los iniciados una referencia a Jesucristo Hijo de Dios Salvador, de cuyas iniciales se compone el término) no cierran el paso a otro género de representación que se cultivaba en la cultura romana: el narrativo informativo. Así vemos representaciones de escenas bíblicas. Este género tendrá gran futuro en el arte cristiano, pero no precisamente con la iconografía que ahora manifiesta.
Si la imagen sagrada tuvo dificultades para abrirse camino y encontró adversarios (Eusebio en el siglo III mantenía que la representación de Cristo era idolátrica), contó para su confirmación y asentamiento definitivo con el apoyo de personajes importantes como fueron, entre otros, San Gregorio, San Basilio y San Juan Damasceno. Hay un argumento repetitivo hasta la saciedad, que volverá a repetirse en la época tridentina: «Lo que son las Escrituras para los hombre de letras, son las imágenes para los que no las tienen». Pero hay, sobre todo, un hecho fundamental que, aunque no se esgrima como argumento, marca la diferencia radical del Cristianismo respecto a las dos grandes religiones monoteístas, el Judaísmo que le precede y el Islam que le sigue en el tiempo: el misterio de la Encarnación. Jesús es Dios y hombre, y, si es hombre, tiene un cuerpo susceptible de representación plástica. Y si es hombre, nacido de mujer, su Madre es la Madre de Dios. Esto justifica la primordial importancia de la iconografía mariana dentro de la iconografía cristiana que florece y evoluciona a través de los tiempos. Iconografía que logra un primer momento cumbre en el área bizantina, pero que, parafraseando la valoración que hacía León Baptista Alberti de la arquitectura romana respecto a los logros anteriores del Oriente y de Grecia, adepta est maturitatem, alcanza su madurez en el occidente latino, donde observamos un despliegue fantástico en las épocas del Románico y del Gótico, para retomar aliento, purificada de leyendas e inexactitudes históricas, a partir de Trento, en las épocas del Manierismo y del Barroco.
Con el nacimiento de lo que conocemos como «modernidad» comienza su declive hasta llegar a la situación actual que hemos denominado de «penuria».
No nos proponemos ahondar en la evolución histórica de la iconografía cristiana en general, ni de la mariana en particular. El punto de partida y de llegada de las reflexiones que siguen se sitúa en la problemática actual de la imagen religiosa y su posibilidad de desbloqueo, teniendo, sí, particularmente presente el tema mariano. Desde ella, y en función de ella, haremos las calas históricas necesarias para detectar las circunstancias en que la imagen traiciona sus funciones y presenta comportamientos negativos.
Entrando en tema, resaltemos lo que sigue:
a) La iconografía cristiana ha resistido y superado dos grandes momentos de crisis: la iconoclastia bizantina y la de los reformadores protestantes.Decir arte bizantino es evocar la riqueza, el color, el esplendor, los efectos sensoriales de las imágenes, plasmados fundamentalmente en los mosaicos. Una iconografía desplegada en un espacio simbólico, absolutamente jerarquizado, reflejo de una sociedad que también lo está; en la que el emperador es el elegido de Dios, y, como tal, no sólo dueño y señor, sino también símbolo viviente del Imperio Cristiano que Dios le ha confiado. Justiniano se proclama abiertamente «archisacerdote» de un estado teocrático. En tales circunstancias sociológicas el arte icónico se guía por la ley de la frontalidad y de la jerarquía de las proporciones. La enorme figura de Cristo, rey, Pantocrator, preside desde el lugar más elevado, el que corresponde al mundo suprasensible. En jerarquía decreciente, pero importantísima, María despliega una rica tipología iconográfica que, más tarde, recogerá en parte el Occidente cristiano. Los apóstoles aparecen como altos dignatarios del imperio. Y, a continuación, el santoral, la iconografía de las fiestas litúrgicas, etc.
El volumen (al fin y al cabo receptáculo de la materia) está ausente; son imágenes planas, hieráticas, cuya intensa vida aflora por los ojos. Un arte que, contrariamente a lo que hará la perspectiva humanista y voluntariosa del Renacimiento, proyecta su punto de fuga perspectívico hacia el espectador, absorbiéndolo; un arte que, por la potencia del color, impacta más a los sentidos que a la razón; que juega con lo visible para hacer intuible lo invisible transcendente; un arte que, al tiempo que evoca místicamente lo divino, por lujo y solemnidad apabulla admirativamente y logra imponerse a los hombres.
Pero frente a este arte áulico y grandioso, los monjes y el bajo clero, herederos de la cultura icónica griega, más apegada a la concepción aristotélica de la realidad que a la platónica, fomentan un arte de mímesis, un tipo de imagen en más directa conexión con la realidad visual. Esta corriente no busca tanto lo didáctico o dogmático cuanto lo devocional. Sus imágenes son piadosas; imágenes que promueven el afecto. Esta corriente, que cuenta con una gran aceptación popular, no es ajena a las grandes luchas iconoclastas. Estas luchas, con altibajos, duran aproximadamente un siglo. Las inicia León III el Isáurico (717-741).
Las motivaciones son complejas: teológicas y políticas. Al decir de muchos historiadores, menos teológicas que políticas; y estas últimas, tanto de política externa como de política interna. Representar a Cristo comporta representar su humanidad. ¿No había que alejarse del peligro nestoriano? ¿No se incitaba mediante la imagen a admitir una persona humana en Cristo? Por otra parte León III quería atraerse a los monofisitas sirios y evitar conflictos con el fronterizo mundo musulmán, enemigo de las imágenes. La destrucción de las imágenes era una baza política. Y, dentro del propio imperio, ¿no era un peligro el creciente poderío social que iban consiguiendo los monjes, promotores de un determinado tipo de imágenes que impactaban a las masas? Curiosamente son dos mujeres, dos regentes, Irene y Teodora, las que restablecen, en sus momentos, el culto a las imágenes.
Pasado su momento de esplendor, el arte áulico entrará en decadencia. Y, subrayémoslo fuertemente, la imagen promovida por los monjes, la imagen popular, la imagen devocional, la imagen que abandera la victoria, se cierra a los cambios, a su evolución normal; se vuelve conservadora. Es el mundo de lo que restrictivamente llamamos «iconos», por el que el tiempo no parece pasar. Y con las «imágenes», la imagen de una Iglesia Oriental que, a nuestros ojos, aparece atenazada en el tiempo. Las imágenes son un reflejo del momento histórico en que nacen, pero también lo fijan, y condicionan las actitudes devocionales de la posteridad. Son efecto y causa sucesivamente. En momentos carentes de expansión y creatividad, sus poderes negativos se acrecientan; actúan de rémoras que frenan la evolución.
La insostenible situación de la imagen en la época pretridentina.
Nos resulta difícilmente imaginable la degradación en que había caído el culto y uso de las imágenes en el paso del otoño de la Edad Media a la Época Moderna. Nos referimos a las imágenes porque es el tema que traemos entre manos; pero no conviene perder de vista que su situación era un episodio más de la degradación en que se vivía lo sagrado en promiscuidad con lo profano. Carente, en general, de claridad y de criterio dogmático, el pueblo se había desviado del recto uso de la imagen establecido por la doctrina de la Iglesia y los abusos estaban a la orden del día.
Abunda la literatura sobre el tema. Por su recopilación documental y su calidad de síntesis (aunque limitada a Francia y a los Países Bajos), remitimos a la conocida obra de Johan Huizinga, El otoño de la Edad Media[2], y en particular a su capítulo 12, «El espíritu religioso y su expresión plástica». Un primer ejemplo, tomado de él, es una muestra de la imprecisión dogmática, manifiestamente herética en el caso:
«Había pequeñas imágenes de María que constituían una variante de una antigua vasija holandesa para beber. Eran pequeñas imágenes de oro, ricamente adornadas de piedras preciosas, cuyo vientre podía abrirse y entonces se veía en él a la Trinidad» (pág. 221).
El segundo, referido a San José, ejemplifica la promiscuidad de lo sagrado con lo profano; cómo lo sagrado, nivelado con lo cotidiano, puede degradarse:
«Es característica (...) la veneración que siente por San José la última Edad Media. Puede considerarse
como un fenómeno derivado y una repercusión de la apasionada veneración de María.
El irrespetuoso interés por San José es como el reverso de todo el amor y culto que se tributan a
la virginal Madre de Dios. Cuanto más alto ascendía María, tanto más se convertía José en una
caricatura. Las artes plásticas prestábanle ya un tipo que se acercaba peligrosamente al del
villano tosco y ridiculizado» (pág. 239).
Nuestros villancicos populares, navideños, no se han desprendido aún de esta visión cariñosamente ridícula.
En situaciones como esta aparecen de nuevo los poderes negativos de la imagen. Esta parece perder su condición de signo que remite a un denotado. Más bien se lo atrae a sí, convirtiéndose en un autosigno, mágico o idolátrico. De nuevo Huizinga:
«Para la fe vulgar de la gran masa, la presencia de una imagen visible hacía completamente superflua la demostración intelectual de la verdad de lo representado por la imagen. Entre lo que se tenía representado como forma y color delante de los ojos -las personas de la Trinidad, el infierno flamígero, los santos innúmeros- y la fe en todo ello, no había espacio para esta cuestión: ¿será verdad? Todas estas representaciones tornábanse directamente, en tanto que imágenes, objetos de fe. Fijábanse en el espíritu con precisión, contornos y abigarrado colorido, dotados de toda la realidad que la iglesia podía pedir de la fe y aún algo más» [3].
Los excesos se pagan. También los de la sacralización de lo cotidiano. Lo observó con clarividencia y así lo anotó en sus Consideraciones sobre la historia universal J. Burckhard, al referirse a esta misma época de la Baja EdadMedia en que ya se reclamaba para la Iglesia una «reformatio in capite et in membris»:
«Una religión poderosa despliégase en todas las cosas de la vida y tiñe con sus colores todos los movimientos del espíritu y todos los elementos de la cultura. Con el tiempo, sin embargo, reaccionan todas estas cosas, a su vez, sobre la religión; más aún, el verdadero núcleo de ésta puede ser sofocado por el círculo de representaciones e imágenes que ella había hecho entrar antes en su esfera. La santidad de todos los aspectos de la vida tiene su lado fatal»[4].
La situación, con el paso del tiempo, se iba haciendo insostenible. Los abusos no eran mayores a finales del siglo XV que a mediados del XIV, pero, como dice Erwin Iserloh, «las gentes los soportaban con menos facilidad, estaban más alerta, tenían más viva conciencia y más espíritu crítico, y eran, en el buen sentido, más exigentes; es decir, más sensibles a la contradicción entre ideas y realidad, doctrina y vida, aspiración y realización» [5].
Esta es la situación que, más tarde aún, seguirá constatando el P. Laínez con ocasión de su estancia en Francia para la Convención de Poissy. Era menester corregir abusos; había que enseñar al pueblo. En el número 6 de sus Rationes cultus divini in Gallia reficiendi (París, 1562) escribe:
«Et perchè nel uso dell’imagini et invocatione de Santi, il populo deve essere drizato et insegnato, et tolti i abusi che vi sono, et dano occasione de dir male alli heretici, et ad altri d’udir le sue murmurationi.» [6].
Frente a la iconoclastia reformista la Iglesia consolida el uso de las imágenes
El rechazo protestante a las imágenes se inserta en la situación descrita y en el debate teológico que las considera plasmaciones idolátricas de un culto indebido a los santos y, muy particularmente, a María. La iconoclastia, en su sentido duro, etimológico, de destrucción de imágenes, aparece, acá y allá, como episodios populares, vandálicos, que no siempre cuentan con la aprobación de los dirigentes:
«Cuando el primero de septiembre de 1523 predicó León Jud expresamente sobre el tema (de las imágenes) y proclamó que, según la Sagrada Escritura, sería justo arrojar los ídolos de las iglesias, no hubo ya dique ni contención. Fueron destrozadas imágenes de los altares, estatuas y crucifijos, se hicieron pedazos las lámparas de luz perpetua y se hizo chacota del agua bendita Por la penosa impresión producida y por respeto a la autoridad episcopal, todavía hubo de intervenir el consejo de la ciudad. Zuinglio mismo estaba por el castigo de los iconoclastas. Aunque de acuerdo en principio con ellos -que serían luego en su mayor parte baptistas- era más cauto en la manera de proceder» [7].
Un año antes, en 1522, había tenido lugar en Wittemberg otro episodio parecido de vandalismo iconoclasta. Los luteranos, arengados por Carlostadio, saquean las iglesias de la ciudad y las de sus alrededores y destruyen sus imágenes. Lutero que se encontraba ausente, tiene que regresar, a requerimientos de Melanchton, para pacificar a la población exaltada.
En Francia el furor iconoclasta protestante había hecho estragos en diferentes sitios. En su Discours sur le saccagement des églises catholiques, aparecido en el otoño de 1562, Claude de Sainctes había mencionado, entre otros muchos ejemplos, el asalto a St. Médard, en París, donde los calvinistas «no dejaron ni una sola imagen sin haberle cercenado la cabeza como a un santo viviente» [8]. La regente Catalina de Médicis se ve en la necesidad de convocar en Poissy a católicos y hugonotes -léase políticamente los bandos de los Guisa y de los Borbones- para dirimir sus controversias y lograr la pacificación del reino. La Convención de Poissy duró desde julio de 1561 hasta junio del año siguiente. Aunque la temática tratada era de mayor envergadura, el tema de las imágenes se presentaba con importancia singular por los disturbios populares que causaba. Se buscaba una doctrina taxativa a que atenerse. Estaba en juego no sólo el uso de las imágenes sino la doctrina referente al tipo de culto que se les debía tributar.Si el deterioro y los abusos en el culto y uso de las imágenes eran palpables en toda la cristiandad, la situación era particularmente insostenible en Francia. De ahí la presión francesa para que, en su reanudación, el Concilio de Trento abordara el tema. El Concilio lo aborda a ultimísima hora en su sesión XXV, del 4 de diciembre de 1563. Y los padres conciliares se pronuncian de modo breve y preciso, reafirmando la tradición eclesiástica y marcando unas pautas de cara al futuro. Conviene destacar un dato para la comprensión de la eficacia del Concilio y no considerarlo sólo como un breve acontecimiento del siglo XVI, sino como configurador de una larga herencia, la época postridentina. En efecto, el Concilio de Trento exige, para su eficaz implantación, la celebración de concilios y sínodos nacionales y regionales. De los textos de esos centenares de concilios, celebrados en toda la cristiandad, que insisten machaconamente en las exigencias de Trento, podemos confirmar las directrices básicas que se marca la Iglesia a partir del Concilio para el empleo de la imagen sagrada:
- Control de las imágenes de culto, ejercido directamente por el obispo. Sólo él puede dar el visto bueno a cualquier innovación iconográfica.
- Ortodoxia de la imagen, en doctrina, en rigor histórico y en aspecto.
La nueva situaciónNo hay que decir que todo esto supuso dejar en vía muerta apócrifos y leyendas. No se iban a destruir fachadas góticas -¡faltaba más!- pero sí se desterrarán de las iglesias todo lo inadecuado por poco serio, profano o deshonesto. Frente a la opinión de algunos historiadores de arte que no han considerado los objetivos precisos que se marcó el Concilio, creemos poder afirmar que éstos se vieron ampliamente realizados. Es en la inmensa cantidad de imágenes que llenan las iglesias donde hay que verificar su eficacia y no en las imágenes, menos decorosas y de tema profano que, para su solaz privado, solicitaran a los artistas determinados comitentes. Y si aún pervive algún que otro dato apócrifo, es la actitud crítica y purificadora la que domina y cambia el curso de la iconografía religiosa.
En rigor se puede hablar de un arte religioso anterior y posterior a Trento, así como de la separación definitiva, de ahora en adelante, de arte religioso y de arte profano.
La Paz de Westfalia, de 1648, va a pacificar las luchas religiosas y legitimar la situación creada. Es la confirmación de la ruptura. La Cristiandad queda escindida de nuevo. El Catolicismo levantará sus murallas defensivas. A las monarquías católicas, fuertemente centralizadas, que tienden al absolutismo, corresponde una Iglesia postconciliar también fuertemente centralizada, clericalizada, internamente bien trabada. El peligro de infiltración de la heterodoxia protestante y el peligro de subversión social aúna el control de ambos poderes, político y religioso, sobre la sociedad. La Inquisición se muestra activa. Al pueblo se le pide sumisión y obediencia, garantías del buen orden. La razón cede a la autoridad. Grandeza, ostentación, lujo y distancia subliman el poder. Las fiestas populares conviven con las miserias sociales; los arrebatos místicos, con los controles ascéticos; el fasto y la pompa, con la «vanitas». Es el talante de lo que denominamos época barroca, cuya sensibilidad está a flor de piel y es solicitada por el énfasis y el gesto de la imagen. Imagen religiosa que expresa y promueve muy directamente los arrebatos del corazón. Y los fijan. De su herencia hemos vivido, en un serio estancamiento iconográfico y devocional.
El relanzamiento iconográfico postridentino.Al ataque frontal de los protestantes la Iglesia responde con una purificación de la imagen y un relanzamiento iconográfico. La Iglesia asume la dirección y control de la obra artística. Y conviene recordar que, para facilitar la tarea, la época postridentina pone a su disposición una pléyade de artistas imbuidos de profunda piedad. Los tratados sobre imágenes religiosas insisten en la necesidad de que el pintor de temas santos lleve una vida santa, acorde con la empresa que tiene entre manos. «Para transmitir un sentimiento hay que experimentarlo previamente», se repite una y otra vez. Y resulta sorprendente leer las biografías de muchos pintores de la época: Rubens oía misa diaria antes de trabajar; lo mismo hacía Guercino tras una hora de oración; Bernini comulgaba dos veces por semana y hacía ejercicios ignacianos; era conocida la profunda piedad de Carlo Dolci, o la expresa preparación para la muerte de Mattia Preti... La contribución de los laicos, artistas o tratadistas, es un dato en el que se ha insistido poco. Y cuando se conoce, ya no sorprende comprobar cómo cierta pudibundez creciente, que, en algunos casos, desemboca en ñoñerías, tiene su origen, no tanto en la dirección del clero, cuanto en la minuciosa casuística a que descienden los tratadistas de imágenes. Los Concilios, locales o provinciales, que se despliegan para el control de lo determinado en Trento se mantienen en las líneas generales de la dignidad, de la exactitud histórica y de la decencia, preocupados «praesertim» -como había dicho el propio Concilio- por el arte dentro del templo, sin entrar en la casuística aludida. Si algún concilio desciende a algún detalle muy preciso es para cortar en seco la implantación de un abuso.
Se resaltan y potencian, a modo de contrarréplica , los temas más violentamente atacados. Es el caso de la Eucaristía y la Virgen María. Los protestantes acusan a María de haber reemplazado a Cristo. La Iglesia responde incrementando el culto mariano. Ordenes y congregaciones religiosas rivalizan en este empeño. Se acrecienta su representación iconográfica al tiempo que se multiplican los libros con imágenes de María. Así, por ejemplo, el Atlas Marianus, de 1657, del jesuita Gumppenberg, que es una antología de las imágenes marianas más célebres de Europa, o la Historia universale delle imagini miracolose della gran Madre di Dio, Venecia, 1624, donde su autor, el canónigo Astolfi, muestra a los protestantes la infinidad de milagros operados por las imágenes de María. Un paso más, y de la coronación de María, tan frecuente en las portadas de las catedrales góticas, se pasa a la coronación puntual de determinadas imágenes, costumbre que ha perdurado hasta nuestros días, iniciada, al parecer, por el capuchino Gerolamo da Forlì. Se conocen cuadros de aquella época en cuyo lienzo se ha incrustado una corona verdadera. Otro paso más y se iniciará la consagración de los estados: Francia le será consagrada a María por Luis XIII.
Al tiempo que se resalta la belleza de María, la obra perfecta de Dios, y se compite en una amplia letanía de advocaciones poéticas para nombrar las muchas iglesias que se le consagran, se hace de ella el estandarte guerrero de la batalla contra la herejía. Es el momento de recuperar y adjuntar al rezo del rosario una antífona conocida en el siglo XIII, que ahora adquiere una nueva sonoridad: Gaude, Maria Virgo, quae cunctas haereses sola interemisti.
Surgen devociones nuevas y se actualizan otras ya existentes, lo que conlleva la aparición de una iconografía nueva o renovada. Ejemplo de este segundo caso es el nuevo modo de representar la Inmaculada como una bella joven flotando en el aire, frente al antiguo tema, medieval, del abrazo de Joaquín y Ana ante la Puerta Dorada de Jerusalén. En rigor la nueva iconografía de la Inmaculada ya había aparecido antes del Concilio de Trento, pero es en la época postridentina cuando despliega toda la amplitud y riqueza que conocemos. Y puesto que se trata de una figuración poética y simbólica, desprovista de función directamente representativa (¿es posible representar una concepción inmaculada?), es fácil desviar su eficacia hacia otras connotaciones, concretamente hacia la práctica de la virtud de la castidad, particularmente en la juventud. Este proceso de exaltación mariana no se ve exento de graves traumas en el seno del catolicismo. Un fuerte espíritu crítico pasa revista a los datos recibidos de anteriores épocas. La disputa sobre la concepción inmaculada se cuenta entre las más fuertes «batallas» teológicas. La exactitud histórica pedida por el Concilio exige así mismo la eliminación de leyendas o de apócrifos de fuerte arraigo en la piedad popular. El papa Pío V suprime la fiesta de la Presentación de María en el Templo y la de los padres de María, Joaquín y Ana. Así obra el rigor histórico. Pero en éste y en algún otro caso pervive el viejo criterio de «verosimilitud ». Sixto V y Gregorio XIII restablecerán una y otra fiesta respectivamente. El buey y el asno del Nacimiento, agazapados, esquivarán el destierro y conservarán su puesto; cuentan con el apoyo de unos textos mal leídos. Otra será la suerte del asno de la Huida a Egipto, que tenderá a desaparecer. Ya no veremos a la Madre de Jesús desmayada al pie de la cruz, tan del gusto del patético último arte gótico. El stabat Mater exige literalmente una presencia erguida, sacerdotal y generosa de María.
Hay actitudes y temas iconográficos antiguos que se presentan con una puesta en escena renovada. María aparecerá descalza. En la Edad Media los pies desnudos eran prerrogativa de Dios, de Jesús, de los ángeles y de los Apóstoles. El cambio no obedece a un debate teológico, sino que es la influencia directa del tratamiento impuesto por los grandes pintores del Renacimiento italiano. Diferente es el caso de temas como la Anunciación, la Natividad o la Piedad La Anunciación pierde el intimismo anterior. Ahora es una triunfal invasión celeste que transfigura los datos de la recogida alcoba. Es el cielo y la creación entera quienes están expectantes ante la respuesta de María. El mensajero se arrodilla; una desbordada angelería celeste lo acompaña; están ante la gran Señora. En la Edad Media entre el ángel y María aparecía una flor de tallo largo, colocada en una vasija. San Bernardo, según la Leyenda Aurea, la interpretaba como el anuncio de un acontecimiento primaveral para el mundo («Nazareth interpretatur flos, unde dicit Bernardus, quod flos nasci voluit de flore, in flore et floris tempore» cap.LI). La flor se había convertido en ramita de olivo en Siena; en Florencia, en lirio, generalmente portado por la mano del ángel, abriéndose así la tradición que pervive, pero su significado ha cambiado ahora: el lirio designa la pureza de María.
La Natividad ha perdido algo de su humilde intimidad: ni el Niño está en el suelo, ni la Virgen junta sus manos en humilde adoración. El Niño está acostado en las pajas de la cuna y María levanta los pañales para mostrarlo al mundo, representado en los pastores.
La Piedad, tan querida del último gótico, dramatiza ahora más su puesta en escena. Ya no descansa Jesús en las rodillas de María; yace en el suelo, reclinado en su Madre, que abre sus brazos proclamando su dolor. Y con la Piedad, la Virgen de la Soledad, tan importante en la iconografía española. María concentra su dolor en soledad y se presenta, después de la desbandada de los discípulos, como el único bastión de una fe inconmovible y esperanzada a pesar de la amargura del momento.
Por otra parte, y a pesar de la carencia de datos sobre la vida oculta de Jesús, se reflexiona sobre ella y aparecen verosímiles escenas de la vida doméstica de Jesús y, muy especialmente, se concreta el tema de la Sagrada Familia, Jesús, María y José -la Trinidad en la tierra-, desaparecidas las variantes de épocas anteriores[9].
Una visión iconográfica de la época postridentina quedaría incompleta si nos atuviéramos sólo a la nueva actitud religiosa originada en el momento histórico en que tuvo lugar el concilio de Trento. Su puesta en práctica atraviesa parte de la época Manierista y se despliega generosamente en el Barroco. La nueva actitud vital que es el Barroco -lo barroco no se circunscribe a una única forma artística- impregna la nueva plástica que, en interactiva respuesta, contribuirá a definir actitudes y sentimientos religiosos muy caracterizados.
Desde su remota implantación en la Iglesia, el uso de las imágenes se ha visto apoyado por argumentos que se han reiterado, con escasos matices, a lo largo de la historia. Son pilares fundamentales el pensamiento de Santos Padres como San Basilio, San Juan Damasceno y San Gregorio, y la doctrina de los concilios ecuménicos de Nicea (787), de Constantinopla (869-70) y de Trento (1563). Y con estos, otros concilios, muy particularmente los muchísimos que se reúnen para la implantación de la doctrina de Trento. También hay que tener presente la cantidad de tratados sobre la imagen, que aparecen, sobre todo, desde la segunda mitad del siglo XVI hasta mediados del XVII.
Es el concilio de Nicea II el que, al hacer frente a la iconoclastia bizantina, afianza y fija la tradición en el uso de la imagen. Trento y sus concilios de implantación se mirarán en él, si bien con matices nuevos, puesto que lo encausado ahora no es sólo el uso de las imágenes, sino el culto a María y a los santos. La doctrina eclesiástica se apoya en la capacidad propia de la imagen, por su iconicidad, para «representar », es decir, para reiterar una presencia. Esta capacidad se había convertido en argumento tópico de pintores que, como Leonardo en su Parangón, mostraban la supremacía de la imagen pictórica sobre las demás artes: Si el poeta -dice- puede despertar el amor en el hombre, mayores logros consigue el pintor, pues le coloca la persona amada delante, «a la cual a veces besa y habla»[10] Parecida argumentación encontramos en el tratado de pintura de Alberti. Se tenía por incuestionable la sentencia de Horacio: lo que entra por los ojos impacta con más fuerza que lo que entra por los oídos:
«Segnius irritan animos demisa per aurem Quam quae sunt oculis suiecta fidelibus et quae Ipse sibi tradit spectator» (Ars poetica, v.180-182)
Teniendo tal capacidad la imagen, la Iglesia estima que su uso es de gran utilidad para sus fieles. La imagen reitera una presencia, bien sea de forma individual, representando a Jesús, a María o a cualquier bienaventurado, ya sea en forma agrupada, describiendo una escena bíblica. De esa presencia evocada el fiel reporta multitud de beneficios, que se manifiestan en aumento de fe, en acción de gracias, en deseos de imitación, en fomento de piedad, etc. y repercuten en su comportamiento práctico. Los argumentos son pocos. Reiterados infinidad de veces. Resumiéndolos, tenemos:
1. La imagen es un medio de información visual equivalente al oral: «El efecto de la narración histórica lo logra la pintura callada mediante la imitación». (San Basilio).
2. Es un medio de información (catequesis visual), útil para los que no leen o no pueden leer: «Puesto que no todos tienen letras ni pueden dedicarse a la lectura, nuestros padres confiaron esta misión a las imágenes». (San Juan Damasceno y San Gregorio).
«Biblia idiotarum» o «Biblia imbecillium» ( simplemente de los ignorantes, sin la carga peyorativa que tienen ambos términos en la actualidad) será en adelante uno de los argumentos de mayor apoyo para la imagen. Según el siguiente texto del Concilio de Constantinopla IV, no sólo los ignorantes, sino todos, también la gente culta, se benefician de las imágenes. (Obsérvese de paso la curiosa expresión que he traducido por «acción icónica de los colores». Estamos en plena cultura bizantina):
«Así como conseguimos la salvación mediante la escucha de las palabras del texto, de modo semejante todos, cultos e ignorantes, se benefician, como es manifiesto, de la acción icónica de los colores (jromaton eikonourgías), pues lo que predican y encomiendan las palabras también lo predica y encomienda esa escritura que se vale de los colores»[11].
Será algo restrictivo el Concilio de Cambrai, 1565, cuando afirme:
«Enséñese al pueblo que las imágenes están puestas fundamentalmente a causa de la masa inculta, para que instruidos con la visión de ellas y advertidos conservemos el patrocinio de los santos y la piedad en Cristo, e imitemos sus vidas»[12].
Lo había sido igualmente Trento para las narraciones bíblicas:
«Cuando, por conveniencia de la gente inculta, se de el caso de representarse historias o narraciones de la sagrada escritura, hay que enseñarle al pueblo que eso no quiere decir que la divinidad sea representable como si pudiera ser vista con ojos corporales o expresarse con colores y figuras»[13].
Todos se benefician, había dicho en 1542, Ambrosius Catharinus, pero en diferente grado:
«Los mercaderes torpes, los soldados, los rústicos, mujeres y niños y todos los que están atados mas de la cuenta por las preocupaciones diarias, si no fuera por esas pinturas y representaciones, apenas pensarían en el autor de su salvación. Pero también la gente culta sacan provecho por el recuerdo y el estímulo»[14].
Las opiniones oscilan. Se podría pensar, en algún momento, que la gente culta no necesita imágenes. Volveremos a ello más adelante.
3. La imagen «remite» al denotado, mediante su representación:
«El honor de la imagen pasa a su prototipo» (Concilio de Nicea II)[15].
«El que adora la imagen adora en ella al ser representado (Ibidem).
(El subrayado es mío. No es usual hablar de la imagen como un locus).
«...por medio de las imágenes, las que besamos, y ante las que nos descubrimos y postramos, adoramos a Cristo y veneramos a los Santos, cuya semejanza muestran»[16].
4. La imagen, al remitir al prototipo por representación, activa una presencia estimulante:
«Cuanto más frecuentemente se contemplan las imágenes tanto más se estimula uno al recuerdo, al deseo, al ósculo y a la honra de los seres representados». (Concilio de Nicea II)[17].
«Mediante las historias de los misterios de nuestra redención, representados por la pintura o por otros medios semejantes, el pueblo se instruye y se confirma en el recuerdo y en la práctica asidua de los artículos de la fe» (Concilio de Trento)[18].
«De las imágenes sagradas se saca mucho fruto, no sólo porque el pueblo cae en la cuenta de los beneficios y dones que por Cristo le han llegado, sino también porque mediante los santos se ponen a la vista de los fieles los milagros de Dios y los ejemplos saludables, para que den gracias a Dios, dispongan su vida y costumbres imitando a los santos y se estimulen a la adoración y al amor de Dios y al cultivo de la piedad» (Concilio de Trento)[19].
5. La imagen es merecedora de respeto y honra por su propia función:
«Es digno, congruente y de acuerdo con la tradición, que las imágenes participen derivadamente del honor referido a sus prototipos».(Concilio de Constantinopla IV)[20].
Los tratadistas abundan en los mismos argumentos, entrando además en la casuística iconográfica.
La práctica: la traición de las imágenesHemos visto cómo se dan circunstancias en que las imágenes se comportan de modo negativo, sea estancando una situación y frenando el aggiornamento religioso, sea traicionando su función específica de remitir al denotado. Ilustran el primer caso el estancamiento iconográfico a la salida de la crisis iconoclasta bizantina y el desamparo en que nos dejó la prolongada Contrarreforma en los albores de la modernidad. Ilustra el segundo caso la caótica situación pretridentina. Y sólo Dios sabe cuántas situaciones más del comportamiento privado a lo largo de la historia. Son las que hemos denominado «traiciones» de la imagen religiosa.
Cuando hablamos en estos términos no pretendemos descalificar el uso de la imagen; comprobamos simplemente, a la luz de la historia, determinados momentos en que se evidencian sus poderes negativos.
Cuando la Iglesia mantiene un talante de reserva ante la evolución de la sociedad y adopta una actitud conservadora, la imagen religiosa, expresión válida de un momento preciso de la historia, se va tornando anacrónica para la gente con mentalidad evolucionada, pero sigue manteniendo encendidas, en la mayoría de los fieles, actitudes piadosas que, por desplazadas en el tiempo, son necesariamente conservadoras. La dirección de la Iglesia es tanto menos sensible a este problema cuanto más se afianza en su actitud. Pero, como es fácil de comprobar, el tempo histórico lo marca la evolución de la sociedad. Por el contrario, la dirección de la Iglesia ha sido siempre muy sensible a los desvíos en el uso de las imágenes por fusión de signo y significado. Estaba en juego la ortodoxia.
Hay que tener presente una peculiaridad de la imagen religiosa: su condición de «sagrada». No es lo mismo la iconicidad de un retrato, cuyo denotado conocemos previamente de modo físico, que la de las imágenes religiosas, cuyos denotados, casi en su totalidad, desconocemos físicamente o nos son conocidos por la fe. La imagen religiosa se aureola de misterio: el paso de la imagen al denotado se apoya en una actitud de fe del devoto, que revierte en la imagen, a la que previamente prepara la Iglesia para su función, mediante la bendición. La imagen no es «sagrada» por la bendición que se le imparte; es vista como «sagrada » por la actitud del creyente. Es este el que le confiere una dimensión de fe. Y, por tanto, mistérica. Lo que es su fuerza y su fragilidad: el signo es visto desde la fe, y, sin embargo, no debe ser objeto de fe. La Iglesia ha estado siempre atenta a ese peligro de confusa idolatría, más o menos larvada, en el que fácilmente podía caer, y de hecho cayó, la gente inculta. Y por eso, conocedora de la realidad, ha sido muy explícita en sus abundantes documentos doctrinales, reiterando la necesidad de educar al pueblo sencillo. Y así vemos, por ejemplo, cómo Trento tiene conciencia de la situación real, y aunque no lo diga, tal vez por no parecer dar razón a los protestantes, la está reconociendo cuando pide a los obispos que eduquen al pueblo a venerar las imágenes,
«no porque se crea que en ellas habita una cierta divinidad o fuerza por las que se les haya de adorar, o porque se les haya de pedir algo, o que se haya de depositar la confianza en las imágenes (como ocurría antiguamente entre los paganos que ponían en los ídolos su esperanza), sino porque el honor que se les tributa va referido a los prototipos que representan»[21].
«In rem signatam», dirá con cierto tecnicismo y realismo el Concilio de Cambrai, pues el signo «ni oye, ni ve, ni siente».
Vemos cómo la Iglesia apuesta por la imagen. Mantiene y afianza la larga experiencia de su uso. En la balanza de su historia parecen tener mayor peso los beneficios reportados por la imagen que los desvíos. Si hay desvíos hay que erradicarlos mediante la educación del pueblo. En su contabilidad no parecen tener cabida los poderes negativos que afloran cuando una imagen se ha convertido en «conservadora» de una situación.
Observemos, de paso, que la Iglesia esgrime argumentos de conveniencia de la imagen; no habla de necesidad. Sí hablará de necesidad algún tratadista, basándose en la condición de la naturaleza humana. Así, Catharino[22].
«La Iglesia usa las imágenes porque somos hombres y aprendemos y nos movemos por los sentidos (¡no somos ángeles para no necesitarlos!»)
«El uso de las imágenes no obsta para que adoremos en espíritu y en verdad, antes bien ayuda a estimular el espíritu que no siempre está vigilante. Por las pinturas e imágenes se mueven los sentidos y la fantasía y se excita el pensamiento y la meditación y, finalmente, la contemplación mental. El que lo niegue no es hombre».
Y en nuestro tiempo, desde el fondo de la condición humana se expresa así Jean Guitton[23].
«No se puede separar en la oración el acto sublime, por el que nos colocamos en la pura voluntad divina, del acto más humano, más inmediato por el que imploramos que un pedazo de pan nos sea dado hoy para hoy. Y si, este segundo acto lo hago más a gusto, introduciendo la imagen de un intercesor, rogando por ejemplo delante de la estatua de un santo, rezando un rosario, llevando una medalla, ¿debo ser tachado de superstición? No soy un espíritu puro, soy una mezcla de inteligencia y de carne, de lucidez y de angustia, de luz y de escalofrío»
Cuando recurrimos a la Enciclopedia, que, según Diderot, pretende «dar una educación universal para provocar un cambio en el modo de pensar», y nos detenemos en el concepto de «Autoridad política», no nos sorprenden frases como estas: «...Ningún hombre ha recibido de la naturaleza el derecho de mandar a otros... No es el estado el que pertenece al príncipe, sino el príncipe al estado. En una palabra, el gobierno y la autoridad política son bienes de los que es propietario el cuerpo de la nación». Sin embargo tales expresiones eran explosivas a mitad del siglo XVIII. Diecinueve años más tarde, aferrándose al Antiguo Régimen, contrarreplicará Luis XV: «No recibimos nuestra corona más que de Dios, y el derecho a hacer leyes nos pertenece sin división ni dependencia». Otros diecinueve años más y se proclamarán los «Derechos del hombre». Ha surgido la Ilustración, que Kant define como un «salir de la minoría intelectual, un pasar del estado de infantilismo a la mayoría de edad». El pulso de la historia se ha acelerado. Nace la «modernidad». La dirección eclesiástica recela y desconfía; se atrinchera en el rechazo. Tras la Revolución francesa irán apareciendo corrientes de pensamiento y movimientos políticos, en muchos de los cuales se puede detectar un fondo cristiano, y, sin embargo, el papado sólo parece sentirse a gusto con la Restauración. Nada ilustra mejor el comportamiento vaticano que la encíclica Mirari vos de Gregorio XVI, donde encontramos un rechazo frontal a las tendencias liberales de la época, como la libertad de conciencia, la libertad de prensa y la separación de Iglesia y Estado. En la base de su pensamiento hay una idea rectora: la Iglesia es inmutable; hablar de renovación es ofenderla:
«La Iglesia ha sido, para emplear las palabras del Concilio de Trento, adoctrinada por Jesucristo y sus apóstoles y enseñada por el Espíritu Santo, que la mantiene siempre en toda verdad. Por esto sería totalmente absurdo y altamente ofensivo para ella hablar de una renovación o regeneración, que fuera necesaria para asegurar su preservación y su crecimiento, como si se la creyera expuesta a la ruina, a la decadencia o a cualquier otro defecto de este tipo».
No se puede llevar más lejos la sacralización de las instituciones temporales, necesarias en toda sociedad de hombres, por muy divino que sea el origen de la sociedad en que surgen. Ha hecho falta aguardar hasta el Concilio Vaticano II para ver cómo la Iglesia se proponía decididamente recuperar el pulso de los tiempos. Su conciencia de presente, su salto por encima de épocas anquilosadas para recuperar la savia original, son esperanzadores. Y aunque el postconcilio se ha ido haciendo cada vez más espeso y sofocante, todo hace pensar que lo sembrado fructificará. Las ideas se van implantando como el crecer de la marea: las olas avanzan y retroceden, avanzan y retroceden, pero en cada envite se da una pequeña conquista, hasta que la playa entera queda sometida.
En espera de los frutos del Concilio, nos encontramos con la herencia de una imaginería religiosa que frena la evolución, la puesta en práctica de las tendencias conciliares. En nuestras latitudes se trata particularmente de una gran imaginería barroca, de cuya calidad, en muchísimos casos, sólo cabe hacer elogios. La vemos desplegarse por nuestras calles en Semana Santa. Esas magníficas tallas de Cristo yacente solicitan nuestra compasión. ¿Padecer como El, en su seguimiento, por el Reino? No. La imagen es la adecuada para revivir una compasión devota, sentimental, compungida, interiorizada; para una catarsis individual. En cuanto a María, el sentimiento de compasión se transforma en piropo estético por obra y gracia de los pasos de palio, tan característicos del Sur. ¡Qué acierto estético ese espacio acotado por los varales, tembloroso volumen de luz, de sonido y de perfume en torno a ella, que pueblan candeleros, velas y flores. ¡Es Ella la que está ahí! Hay un oculto deseo de verla sonreir, de distraerle la pena, de transfigurarla en gloria. Cuando el capataz golpea el paso para que los costaleros lo alcen al unísono, grita: ¡»Al cielo con Ella». Y es el éxtasis de los sentidos.
Sentimientos estéticos profundos. Sentimientos religiosos, profundos también, sin duda. ¿Pero en qué onda y en qué tiempo?
Está claro que no es la imagen la directa responsable del estancamiento en el pasado. La imagen, como elemento lingüístico, nace en el lenguaje de una época. Es «elocuente» dentro de su sistema, al que mantiene y potencia. Cuando se quiere cambiar el sistema, por anacrónico, la imagen se evidencia como un obstáculo poderoso. Su poder de atracción y de convocatoria es enorme. No hay por qué extrañarse de la iconoclastia de ciertos párrocos, en fechas recientes.
El mito del aniconismoEn la fusión de imagen y denotado, en función mágica, se basa la explicación más aceptada de las pinturas paleolíticas de animales, como medio de asegurarse su captura. Fusión de signo y significado en las máscaras. Se afirma que ha sido un logro cultural la distinción de lo natural y lo sobrenatural. Desde esta afirmación, la confusa situación pretridentina que hemos descrito más arriba, así como las tantísimas otras actitudes devocionales desviadas a lo largo de la historia, parecerían una pervivencia de actitudes ‘primitivas entre la gente ignorante. Leemos en algunos textos eclesiásticos que las imágenes se ponen en las iglesias fundamentalmente en razón de la gente ignorante. Otros, la mayoría, afirman que, aunque se coloquen ante todo en razón de la gente inculta, todos, cultos e incultos reportan muchos beneficios espirituales de ellas. Se afirma simultáneamente la conveniencia de la imagen en razón de la incultura de la gente sencilla y la conveniencia para todos, cultos e ignorantes, en razón de los frutos reportados. Se están utilizando dos escalas de conveniencia distintas. Una es manifiestamente doctrinal, la que se refiere a la gente sencilla, a la que hay que educar en el recto uso de la imagen. Ahora bien, ¿no es precisamente la gente sin cultura la proclive al desvío? Siendo esto así, ¿no sería preferible erradicar las imágenes? Es una idea que no parecería desagradar a muchos cristianos de hoy, comprometidos en las vanguardias sociales. Máxime si para ellos, como para otros muchos, el problema primordial de las imágenes no es el de la ortodoxia, que parece ser la única preocupación de la jerarquía, sino el del conservadurismo que fomentan, actuando como lastre de la evolución.
¿El aniconismo como ideal? Pensar en un aniconismo total, de todo tipo de imagen, religiosa o no, es un absurdo; sólo puede ser fruto de un pensamiento iluso que se creyera capaz de prescindir de la realidad sensorial. ¿Un aniconismo estrictamente religioso? Sería válido y tal vez necesario para una religión que se relacionara directamente con la divinidad. En una religión como la cristiana, en que Dios toma la iniciativa de entrar en la historia humana, siendo Jesús verdadero hombre, y su madre una mujer real, al igual que sus mejores seguidores, a los que llamamos santos, gente de nuestra condición, sería enormemente empobrecedor prescindir de su representación; sería tratarlos de modo distinto a como tratamos a todos los hombres eminentes de la historia, cuya representación forma parte de nuestra cultura. Cuando leemos, oímos o pensamos en un relato bíblico, por ejemplo, lo acontecido en el Calvario, ¿quién puede impedir que lo imaginemos, que nos hagamos nuestra «composición de lugar», y, si estamos dotados, espontáneamente lo llevemos al papel, al lienzo, etc. Eso forma parte de la expresión y de la comunicación humana. En cualquier forma de difusión, en estampas, libros, cuadros, etc., las imágenes tendrían su curso normal. Cerrarle las puertas del templo sería el modo más eficaz de perder el control sobre el tema. Ciertamente la imagen religiosa tiene sus problemas. Los hemos subrayado hasta la saciedad. Pero los problemas deben ser planteados en sus justos términos para darles solución. No debe ser problema la ambigua relación, de difícil sometimiento a análisis lógico, que establecemos con la imagen por su propia condición, que es cosa distinta de un uso incorrecto, idolátrico, de la imagen.
«El mito del aniconismo», que encabeza este apartado, es el título de un capítulo del libro El poder de las imágenes. Estudios sobre la historia y la teoría de la respuesta[24], de David Freedberg. El autor, analiza, mediante una casuística exhaustiva, incluso farragosa, el poder de la imagen (de todo tipo de imagen), que es mayor de lo que generalmente se piensa. Hace afirmaciones graves, como las siguientes: «Pensar que sólo los ignorantes confunden imagen y prototipo es un error». «La evolución de la conciencia va separando ambos términos, pero sin que se logre la separación total». «La gente culta puede hacer una lectura de la imagen distinta de la gente simple. Pero una cosa es la teoría y otra el comportamiento práctico ante la imagen».
Tendemos a confundir las formas visuales con la realidad. Uno de los mayores obstáculos que ha de superar el alumno de arte, al encontrarse con obras en las que, inicialmente, ve «deformaciones», es lo que René Berger llama el «prejuicio de la realidad», el pedirle a la forma plástica que se con-forme con las formas habituales de nuestro entorno. La imagen icónica tiene un estatuto peculiar: por su función de signo remite a un prototipo; por su condición matérica pertenece a la realidad, con la que tanto más se funde cuanto más realista sea su apariencia. No es de extrañar, por tanto, que atraiga hacia sí, hacia su materialidad, lo representado por ella. La mente separa; los sentimientos acercan. Sirvámonos de un ejemplo: ¿qué sentido tiene mirar la foto de un ser querido, besarla y hablarle? ¿No nos comportamos así por muy evolucionados que estemos? ¿Sólo nos consideraremos perfectamente evolucionados cuando dicha foto no nos diga absolutamente nada? La lógica nos dice: estás besando un cartón recubierto de unas sales de plata. Pero el sentimiento sabe que allí se activa una presencia y que lo que estamos haciendo tiene sentido. Así funciona la imagen. De eso a la superstición o a la idolatría hay un abismo: media un acto de fe. El retrato del ser querido evoca una presencia. Y lo besamos, y le hablamos. Nos sentimos con él. Pero no creemos que está allí. Así funciona también la imagen religiosa. Las siguientes reflexiones de Jean Guitton nos vienen bien, si hemos tenido alguna vez el deseo de un aniconismo puritano:
«En nuestros días, en que la fe tiende a manifestarse más que antes por un compromiso, por una participación para el logro de «un mundo mejor», oímos a veces a espíritus desconfiados condenar las «devociones». En los sermones se atacan las estatuas de los santos: se las pone en entredicho; se proponen a los fieles muros desnudos. Nuestra sensibilidad ha cambiado, cambiará aún más. Es verdad que la «devoción» popular tiende a corromperse. Pero la «pureza» de la antidevoción puede corromperse también y más sutilmente(...) Nosotros, intelectuales, somos sensibles a la «superstición» del pueblo que se inclina a practicas e imágenes... Pero existe también una superstición fina e insidiosa que toma la «pureza» por objeto y a la que yo llamo la «tentación cátara». El que arroja al «impuro» fuera de la devoción, no se da cuenta de que toma por objeto su misma pureza, que corre el riesgo de desligarse orgullosamente. Puede existir un fariseísmo del publicano, un triunfalismo del no triunfalismo (...) Esto nos viene a decir que es supersticioso todo aquello que no está superado»[25].
Soltarse de la mano de la historia es entrar en el terreno de las conjeturas. El futuro es impredecible. Pero no absolutamente incontrolable. Está es nuestras manos bucear en sus posibilidades de éxito y establecerlas. Sabiendo, sí, que el paso de lo posible a lo real es siempre sorpresivo, como le gustaba afirmar a Bergson. Lo importante es que la sorpresa nos coja en el buen camino.
Para que la imagen religiosa se actualice y encuentre su sitio en la «época de la imagen» son menester varias condiciones. La primera y fundamental es que la Iglesia le coja el pulso al tiempo y que, con la alegría que rezuman las parábolas del Reino, anuncie la Buena Noticia como actual. Para ello, como se repetía tanto en el inmediato postconcilio, tiene que detectar los signos de los tiempos. Una buena noticia no es buena en abstracto; el que la reciba dirá si es buena o no. Se tiene la sensación de que nuestra Iglesia es tristona en sus mensajes, le ha puesto sordina a la Gaudium et spes del Concilio. Actualización, por tanto. Y actualización de la imagen. Porque la imagen religiosa se sitúa, como cualquier otro lenguaje humano, del lado de la escucha de la Palabra, a la que responde con su lenguaje plástico, en sintonía con el lenguaje propio de la época. Por consiguiente tiene una función temporal. Si es de gran calidad artística, tendrá sin duda una eternidad estética asegurada. Pero una cosa es la estética y otra la función religiosa de la imagen. La iconografía y la forma gótica fueron las apropiadas a su época, como lo habían sido las formas más mentales y abstractas del románico. Dios nos ha hablado en la plenitud de los tiempos con una Palabra definitiva,. Palabra que entra en la historia humana, llenándola y dinamizándola, pero que el hombre de cada generación escucha desde el presente histórico de su contexto cultural, necesariamente en evolución, tanto en la comprensión como en el modo de respuesta. Ese es el tiempo de la imagen.
La obsolescencia es una de las características más evidente de la producción artística actual. Es consecuencia de varios factores: pérdida de la funcionalidad del arte, afán, a veces desmedido, de originalidad, y sometimiento a las leyes de mercado. La imagen religiosa también estará sometida a obsolescencia, pero al ser icónica y funcional, su obsolescencia se acompasará a los cambios culturales de la sociedad, mucho más acelerados que en el pasado, pero no tan precipitados como los cambios que vienen experimentando las producciones artísticas actuales.
La imagen religiosa conservará su función devocional, pero recuperará también una función didáctica actualizada. Para ello es menester que se inserte en la liturgia. Si analizamos la abundantísima iconografía gótica, raramente encontraremos alguna escena de la vida pública de Jesús. Está regida por los ciclos litúrgicos en torno a las tres pascuas: Navidad, Resurrección y Pentecostés. El fiel confirmaba visualmente lo que había oído y celebrado en la iglesia. Aludamos, de pasada, a los orígenes del teatro medieval que escenificaba en sus «misterios» las solemnidades religiosas. Y junto a ello la escenificación plástica, en pórticos y vidrieras, de las «legendas» del santoral y, muy particularmente, Los Miraclos de Nuestra Señora, que, al unísono con los predicadores, poetas y juglares, como Berceo, se encargaban de difundir. La imagen religiosa estaba, pues, en función de la liturgia. La imagen actualizada que deseamos debe insertarse en la liturgia misma, pero con una didáctica acomodada. Dada la evolución cultural media de la sociedad, ya no parece tener sentido la «biblia idiotarum». La liturgia debe recuperar su sentido etimológico de «acción pública». En la liturgia por excelencia, que es la eucaristía, debe haber un margen de creatividad para la parte dedicada a la escucha y comentario de la palabra de Dios, quedando como canónico lo que estrictamente lleva el nombre de canon.
Pensar en insertar la imagen en la liturgia, tal como se ha indicado, supone pensar en otro tipo de imagen. En el pasado la Iglesia se sirvió de las imágenes plásticas disponibles, pintura y escultura, en sus diferentes modalidades. Hoy disponemos de la imagen cinética, de inmensas posibilidades. No se ve razón para que se vete su uso en la iglesia, sino todo lo contrario. La didáctica actual nos incita a escudriñar los signos de los tiempos y a escuchar la palabra de Dios y recibir el evangelio como algo presente, leyéndolo y escuchándolo desde la propia realidad de los acontecimientos, a los que ha de iluminar,. Nada mejor que una imagen temporal, la cinética, para esta función. No se trata, pues, de imágenes necesariamente «religiosas », sino de imágenes descriptivas del acontecimiento desde el que queremos leer el evangelio y nuestras exigencias de compromiso. ¿Quién duda de que la proyección de imágenes tomadas de la realidad, de las fuentes normales de información, pueden cumplir su misión mucho mejor, por ejemplo, que un mural inmutable? La actualidad de la reflexión, del comentario y del compromiso, se apoyan mejor en una imagen acompasada al tiempo que en una imagen atemporal. Parece impensable que la Iglesia no haya sabido aprovecharse de unos medios técnico de largo arraigo en la sociedad y se haya contentado con esos pobres y casi vergonzantes programas televisivos.
La imagen devocional conservará su puesto en las iglesias. Serán menos numerosas. Ya lo van siendo. Las nuevas iglesias, nacidas o derivadas de la época de los funcionalismos, se van adaptando mejor a la participación del pueblo y rehuyen la multiplicación de capillas y altares. La imagen devocional debe ser lo más consensuada posible. Siendo icónica, por remitir a su prototipo, tiene que revestir un cierto realismo. Al hablar de consenso, se pretende decir que la imagen sea bien aceptada por los diferentes niveles de cultura de cada fiel. Bajo la aparente uniformidad cultural de un pueblo o de una época, a modo de común denominador de actitudes, tendencias o apetencias, lo que existe en la realidad individual es una gran heterogeneidad de niveles culturales. Es preciso que el fiel se sienta a gusto con la imagen. A nuestro parecer deben desaparecer todas esas imágenes edulcoradas, de tan escasa calidad artística y abundante sensiblería. Una serena belleza, un cierto aire clásico, ni excesivamente lejano, ni excesivamente cercano, tienen más garantía de aceptación colectiva. A partir de ahí, cada fiel hará espontáneamente la acomodación de la imagen a su propia dimensión devocional y emotiva. Así se ha hecho siempre. La historia nos dice que no hay una relación directa entre la forma bella de una Virgen y su poder de convocatoria. Lo que a uno da devoción, a otro se la quita. De ahí la conveniencia de una imagen estéticamente consensuada. Muchas bellas imágenes del pasado recuperarán validez, descontextualizadas del lenguaje en que estaban insertas. No hay que decir que la actualización debe sentirse como una necesidad. Hay que crear las condiciones para que el lenguaje religioso de la imagen actualizada encuentre su implantación espontánea. Una iconoclastia vandálica sería tan traumatizante como las del pasado.
Una nueva imagen de María para una imagen nueva de MaríaLa larga y venerable devoción a María a través de los tiempos, con tantísimo relieve en la iconografía, ha vivido en la tensión teológica de las dos expresiones conocidas: «De Maria numquam satis» y «Virgo Mater falso non eget honore», no siendo esta segunda expresión en absoluto negativa, aunque a menudo se la haya sentido como tal.
En nuestros días el enfoque teológico-devocional ha experimentado un vuelco importante. Se ha destacado el amor fontal del Padre que nos envía a su Hijo, como prueba máxima de su entrañable misericordia. Para la devoción de la gente sencilla Dios Padre permanecía recluido en el lejano misterio trinitario y otorgaba fácilmente el título de Padre a Jesús, como rezan tantos titulares de cofradías: «Nuestro Padre Jesús el rico», «Nuestro Padre Jesús del Gran Poder», «Nuestro Padre Jesús de las tres caídas», etc.,etc. Jesús, moribundo en la cruz, simultaneaba su condición de varón de dolores con la implacable figura de juez supremo, con la mano alzada en terrorífico gesto de condenación, teniendo a su lado a María como último reducto de misericordia. María parecía acaparar cuanto hay de esperanza y de ternura, avalado por su condición femenina. Hoy ha habido una recuperación del Jesús de la historia. Hombre cercano, portador de una gran noticia a los hombres. El mismo, predicado tras su resurrección, como gran noticia, por ser la Palabra del Padre encarnada. Hablar de Jesús como Dios no planteaba problema. Hablar de Jesús como de un hombre sí ha levantado sospechas en algún censor eclesiástico que parecía pedir la afirmación simultánea, a cada paso, de su condición divina. Es una anécdota bastante reveladora. Si en nuestros días la figura de la Iglesia pierde consideración social, la figura de Jesús no hace sino engrandecerse.
En estas condiciones la figura de María se ha visto, si no desplazada, sí algo descolocada en muchos esquemas mentales a la hora del reajuste. ¿No han contribuido también a ello ciertos excesos devocionales? El «de Maria numquam satis» se ha eclipsado en un oscuro silencio. Por la ley del péndulo se ha pasado de lo mucho a lo poco.
Bajo la aparente tautología del título de este apartado se está indicando la necesidad de recuperar mental y devocionalmente la imagen de María. Una nueva imagen de María más adaptada a la realidad teológica que se vive hoy, pero teniendo en cuenta que el Concilio Vaticano II no ha rebajado en absoluto, sino todo lo contrario, ha realzado más la imagen de María. ¿Se puede encontrar un tratado breve de mariología más denso, y en sintonía con la doctrina tradicional, que el capítulo VIII de la Lumen gentium? Lo novedoso del Concilio, mirado con cierto recelo en su momento por algunos mariólogos, fue colocar a María en más estrecha unión con la misión de su Hijo, con la Iglesia y con los hombres, en lugar de otorgarle un tratamiento en paralelo. Ella es la que «en la Santa Iglesia ocupa después de Cristo el lugar más alto y el más cercano a nosotros». «Con Ella se cumple la plenitud de los tiempos y se inaugura la nueva economía». «La misión de María hacia los hombres de ninguna manera oscurece ni disminuye la única mediación de Cristo, sino más bien muestra su eficacia». «Ella antecede con su luz al pueblo de Dios peregrinante, como signo de esperanza segura y de consuelo».
Ahí están estos y otros tantos textos bellísimos. Cuando los sedimentemos en nosotros, nos pondremos como Ella a la escucha de la Palabra. Su imagen se agrandará en nosotros y el lenguaje creativo encontrará la forma plástica adecuada de manifestación.
No hay que temer a la imagen; sí a sus poderes negativos cuando las cosas andan mal. La imagen de María, en el día a día de la historia, nos ayudará, como cualquier manifestación artística, poética, a recuperar los sentimientos nobles para acabar con la sequía devocional que nos asola. Ante su imagen hay que tener la valentía de mostrar los sentimientos y dejar cantar al corazón en su propio lenguaje, filialmente, simplemente en admirativa contemplación, como nos recuerda el poema de Claudel:
«Las doce. Mediodía. Está la iglesia abierta. Necesito entrar.
Madre de Jesucristo, yo no vengo a rezar.
No te vengo a ofrecer ni a pedir nada.
Vengo sólo a mirarte, Madre; a mirarte, llorar de gozo ..y saber
que soy tu hijo, que tú estás ahí.
Sólo por un momento, cuando todo se para a mediodía,
estar contigo aquí donde tu estás,
y sin decir nada mirar tu rostro,
dejar en su lenguaje cantar al corazón,
sin decir nada, sólo cantar, porque rebosa»
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NOTAS [1] Peinture et Réalité, J.Vrin, París, 1958, pág. 425. [2] HUIZINGA, Johan, El otoño de la Edad Media, Alianza Editorial, Madrid, 1978. [3] op. cit., pág. 234. [4] Citado por HUIZINGA, op. cit., pág. 213. [5] En JEDIN, Hubert, Manual de Historia de la Iglesia, Herder, Barcelona, 1972, vol.V, pág.45 [6] «Lainii Monumenta», vol.VIII, pág.793, en Monumenta historica Societatis Iesu,Typis Gabrielis Lopez del Haro, Matriti, 1917. [7]JEDIN, op. cit., vol.V, pág. 248. [8] JEDIN, Hubert, El Concilio de Trento en su última etapa. Crisis y conclusión,Herder, Barcelona, 1965, pág. 132. [9] Para un estudio detallado de la iconografía postridentina hay que consultar la obra, no superada, de Emile MÂLE, L’Art religieux de la fin du XVIèsiècle, du XVIIèsiècle et du XVIIIè siècle. Etude sur l’iconographie après le Concile de Trente. [10]VINCI, Leonardo da, Tratado de pintura, Editora Nacional, Madrid, 1976, pág. 61 [11] DENZINGER, Henricus, Enchiridium Symbolorum, Definitionum et declarationum de rebus fidei et morum.., Editio 29, Herder, Friburgi Brisg.-Barcinone, 1953, pág. 164-165. [12] «Canones et Decreta Sacrii Concilii Provincialis Cameracensis», 1565, in MANSI, Joannes Dominicus, Sacrorum Conciliorum nova et amplissima collectio, Akademische Druck-V.Verlagsanstalt, Graz-Austria, 1961-1962, vol. 33, pág. 1421-1422. [13] «Concilium Tridentinum, oecumenicum XIX», 1545-1563, in MANSI, op. cit., vol.33,pág. 171-1722. [14] CATHARINUS, Ambrosius, De certa gloria, invocatione ac veneratione sanctorum disputationes atque assertiones catholicae adversusus impios..,Apud Mathiam Bonhome, Lugduni, 1542, pág. 69. [15] DENZINGER, op. cit., pág. 146-149. [16] «Concilium Tridentinum..», in MANSI, op. cit., pág. 171-172. [17] DENZINGER, op. cit., pág. 146-149. [18] «Concilium Tridentinum..», in MANSI, op. cit., pág. 171-172. [19] Ibidem. [20] DENZINGER, op. cit., pág. 164-165. [21] «Concilium Tridentinum..», in MANSI, op. cit., pág. 171-172. [22] CATHARINUS, Ambrosius, op. cit., pág. 68 y 72 respectivamente. [23] GUITTON, Jean, La superstición superada, Editorial Ceme, Santa Marta de Tormes-Salamanca,1973, pág. 121. [24] FREEDBERG, David, El poder de las imágenes. Estudios sobre la historia y la teoría de la respuesta.Cátedra, Madrid, 1992. [25] GUITTON, Jean, op. cit., pág.126-127.