Con el fervor que le profeso a Francis Poulenc escuché esta mañana su “O magnum mysterium et admirabile sacramentum ut ani-malia viderunt dominum jacentem in praesepio” Aprendí que también lo musicó Olivier Messiaen y recordé cómo lo cantábamos de estu-diantes en la versión de Tomás Luis de Victoria. Y como los libros de la memoria y de la imaginación abren sus páginas por donde les da la gana, me vinieron a la cabeza los muchos años que había recitado ese texto en los maitines de Navidad con su impacto de contraposición: “¡Oh misterio grande y admirable sacramento: los animales (que no los hombres) conocieron a su Señor en el pesebre !”. Los animales. El buey y el asno. Y ahí me quedé, con el buey y el asno. “A estos “okupas” –me dije- no hay quien los eche del portalito. Entraron en él sin permiso de los evangelios y allí se quedaron esquivando la prohibición del concilio de Trento. Pero si el texto citado del responsorio alude a los animales y ha pervivido desde el siglo XII, ¿no habrían de pervivir también los animales referidos? “Perdón; me arrepiento de llamaros okupas; no lo sois. Llegásteis al portal, os arrodillásteis en adoración y os colocasteis junto a la cuna para darle calor al Niño. ¿Qué le importa al calor saber si es histórico o si no lo es? Seguid ahí en vuestra labor cordial y poética; andamos escasos de poética”.
Quise recordar la secuencia de datos que introdujeron al buey y al asno en el portal. La sabía. Claro que la sabía. Había dado cursos de iconografía. Pero ahora me afloraban lagunas. He mantenido siempre que el saber ocupa lugar y, con más convicción aún, que, cuando menos se espera, lo abandona. Lo abandona, sí, pero dejando huellas de haber estado. Y me puse a rastrear esas huellas, hilando la secuencia como el que juega a la oca: “de oca en oca porque me toca”. Pero ¡ay de ti! si caes en el pozo. Se te apagan las luces y todo el saber se te queda en la punta de la lengua. Así me estaba ocurriendo. Y he tenido que recurrir a mis notas de clase.
Los textos más antiguos sobre el tema se remontan a los apócrifos de la Infancia. En el Pseudo Mateo –mitad del siglo VI- se lee:
“Tres días después de nacer el Señor, salió María de la gruta y se aposentó en un establo. Allí reclinó al Niño en un pesebre, y el buey y el asno lo adoraron. Entonces se cumplió lo que había sido anunciado por el profeta Isaías: El buey conoció a su amo, y el asno, el pesebre de su señor”.
Esta lectura de Isaías (I,3), referida al portal, había cobrado fuerza al trenzarse con un oscuro texto alejandrino del profeta Habacuc (III,2) traducido al latín así: “in medio duorum animalium cognosceris”. Aunque San Jerónimo corrigió el texto de este modo: “in medio annorum vivifica illud”, dándole sentido a la oración del profeta, el texto confuso, con referencia a dos animales, no perdió vigor. Y de este modo tenemos legitimada la presencia de los dos animales en el portal. ¿Pero cómo llegaron? Todo tiene respuesta: el asno, humilde cabalgadura para María encinta; el buey lo llevaba José para venderlo en Belén y poder afrontar los gastos del censo y de la manutención.
Y llegó el concilio de Trento (siglo XVI). La iconoclastia y las acusaciones protestantes exigían una respuesta. Y el concilio la dio en su última sesión, la 24, de un modo algo apresurado pero eficaz. No fue ese vendaval impositivo que tan a menudo leemos en algunos historiadores de arte. Se limitó a pedir decoro para la imagen sacra y rigor histórico en las representaciones. Lo que me parece más llamativo del concilio fue su modo de expandirse e implantarse, a modo de ondas concéntricas, mediante los centenares de concilios locales, regionales y nacionales, repitiendo casi literalmente las escuetas peticiones de Trento. El clero y la sociedad tuvieron el buen acuerdo de emprender el nuevo camino iconográfico sin demoler los vestigios artísticos del pasado, como puede advertirse en la iconografía de nuestras catedrales, llenas de fantasías y leyendas.
En adelante desaparecerán de la escena navideña la Virgen echada, de tradición oriental, el lavatorio del niño o la presencia de Zelemi y Salomé, las dos parteras, incrédula la segunda, a la que se le secó la mano al querer tocar; mano que, como era de esperar, tuvo a mano, en el Niño, su recuperación. ¿Y el buey y el asno? ¿Se aga-zaparon? Quiero pensar que Francisco de Asís, promotor del belén, protegió al hermano buey y al hermano asno. El hecho es que si-guieron en el portal no sin soportar detractores como el poderoso Le Brun, el de los sentenciosos discursos en la Academia Real de París, pintor renombrado y teórico del arte. En Francia Vouet y Le Nain omitieron los animales, lo mismo que Carlo Maratta o Pietro da Cortona en Italia. Otros optaron por el a veces sí y el a veces no. Otros muchos los respetaron, pero desplazándolos a un segundo plano en sombra, al tiempo que adornaban la gruta con prestigiosas ruinas clásicas.
Al atardecer me he paseado por la Plaza Mayor entre los tenderetes de objetos de Navidad. Allí había belenes de todos los tamaños. Y todos con el buey y el asno en su sitio, el que les corresponde de siempre, junto a la cuna, en el primer plano a la entrada del portal, porteros de esa humilde academia de humanidad y cariño, de entrada libre, a la que tiene acceso tanto el sabio como el que lo es, con la sola condición de entrar con los ojos bien abiertos y el corazón a la escucha.