La racionalidad no cuenta. Cede el puesto al instinto feroz de defensa o de ataque. Vemos un barullo de cuerpo a cuerpo en todos los planos. Una mujer, herida o muerta, yace a la izquierda.
Entre las piernas del partisano del centro, un hombre de rostro desorbitado, con un cuchillo en la mano, sale en defensa de una mujer agredida por un soldado francés. En un plano intermedio, debajo de los fusiles franceses, un guerrillero le clava un arma blanca a un soldado medio derribado. En el plano principal, es impresionante la figura del hombre que sangra por la boca.
Lleva una navaja pequeña que no le servirá de nada. Tiene delante la embestida inevitable de la muerte; más bien parece provocarla, abriéndose de brazos, alzando la cabeza, como si le hiciera un desplante taurino a la muerte, mirando al tendido; un tendido de tinieblas al que dirige su mirada de terror. El otro paisano se defiende con una pica. La tensión está en la mano que empuña la pica y en la fuerza con que sus piernas se afincan en la tierra; pero su rostro delata la impotencia. Los invasores -Goya los presenta frecuentemente como un grupo anónimo, apelmazado- atacan a bayoneta calada y disparan. Hay desequilibrio de fuerza. No importa. La ferocidad es una borrachera mental.
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