FRIEDRICH, EL RETABLO TESCHEN

-El paisaje como estado del alma-

José Luis Sierra Cortés


La cruz en la montaña (Retablo Tetschen)
1807–1808, 115 x 110,5 cm, óleo sobre lienzo, Dresde, Gemäldegalerie

Vencida la época de la Ilustración, calificada de «Siglo de las Luces» por el endiosamiento de la razón, pura y fría, surge con la fuerza de una agitada marea ascendente el Romanticismo, movimiento cultural que destrona a la razón y entrona el sentimiento.

Se suele afirmar que con su primera gran pintura al óleo, «La cruz de la montaña», conocida como «Retablo Tetschen», Caspar David Friedrich (1774-1840), abrió paso a la pintura romántica alemana. El hecho de pertenecer a una generación de artistas libres que ya no pintaban por encargo facilitó la labor promotora del pintor.

La pretensión de presentar como retablo de altar un paisaje boscoso no pudo menos de desatar una fuerte polémica, superada luego con una gran aceptación. No es necesario pensar que el pintor fuera panteísta; era un protestante pietista, profundamente religioso, que tenía muy claro que «lo divino está en todas partes, incluso en un grano de arena».

Si observamos «La cruz de la montaña» (el retablo Tetschen), nos salta a la vista el fuerte contraste entre la inmovilidad y verticalidad de la roca, de los abetos y de la misma cruz y el movimiento en diagonal ascendente de nubes de formas extrañas que reciben los rayos de un sol de atardecer. Puede que nos extrañe que la cruz apenas sea un poquito más alta que el abeto más cercano, que su palo vertical sea un tronco vivo del que brotan hojitas y, sobre todo, que no sea vista frontalmente. Deducimos que Friedrich ha querido subrayar la sacralidad del paisaje. Aunque algo girada, la cruz es perfectamente visible y, sobre todo, según el pintor, «está levantada sobre roca tan inamovible como nuestra fe en Jesucristo». En torno a la cruz se levantan los abetos. El pintor dice haberlos elegido porque el verde perenne de sus hojas significa «la esperanza que los hombres tienen puesta en el Crucificado».

Vemos que el pintor ha proyectado en el lienzo una visión interior, fruto de su comunión con la naturaleza, porque como él dice, «el pintor debería pintar no solo lo que tiene delante, sino lo que ve en su interior. Si no logra ver nada, debería dejar de pintar lo que tiene delante». De la observación de la pintura de Friedrich se deduce que el pintor metamorfosea la realidad visible para cargarla de sentido metafórico y simbólico. De hecho su pintura es pintura de taller, fruto de apuntes y recuerdos.

No se puede hablar de pintura romántica sin referencia al paisaje, generalmente un paisaje que promueve la experiencia de lo sublime. Friedrich es un ejemplo evidente. Desde el tratado del Pseudo-Longino, en los inicios de nuestra era cristiana hasta nuestros días, lo sublime ha solicitado la reflexión de la filosofía, particularmente de la alemana. Lo sublime, como experiencia estética, en tanto que experiencia, escapa a una definición lógica. La definición acota, «pone confines» a lo específico dentro de lo genérico. Pero lo sublime lo recibimos, lo experimentamos como el impacto de algo grandioso, sorprendente, maravilloso, exaltado, etc., etc, algo que necesitamos sobrecargar de epítetos cuando intentamos describir lo que nos supera y desborda.


Abadía en el robledal. 1809. Óleo sobre lienzo. 110,4 cm × 171 cm
Antigua Galería Nacional de Berlín

Para transmitir la sensación de lo sublime el pintor romántico ha recurrido generalmente al poder abrumador de la naturaleza, que cada pintor ha representado según su visión y talante personal. Si comparamos brevemente a Friedrich con su contemporáneo, el gran pintor inglés Turner, se evidencia que difieren en su visión y representación de la naturaleza en tanto que generadora de situaciones sublimes. Turner, con sus maravillosas atmósferas, luminosas y grandiosas, abre camino a la luminosidad y colorido del Impresionismo. En contraposición con esa naturaleza que emerge, la visión del pintor alemán nos sumerge en una naturaleza bravía, de nieblas y cielos tormentosos, de ocasos y salidas de luna entre troncos retorcidos, una naturaleza carente de la alegría del sol; una naturaleza sacralizada como templo de Dios. Su cuadro «Abadía en el robledal» nos hace ver que la naturaleza es el verdadero templo de Dios y no el de construcción humana, sometido a los avatares del tiempo. Goethe criticó la sensación de profundo vacío que producía esta obra como negación de la vida. No hay que olvidar que el pintor sufrió depresiones y trastornos mentales que en realidad influyeron en su trabajo. Se puede afirmar que los paisajes de Friedrich reflejan su tormentoso paisaje interior.

El caminante sobre el mar de nubes. 1817-1818
Oleo sobre tela. 74,8 cm × 94,8 cm.
Museo Kunsthalle Hamburgo

No quiero cerrar esta breve nota sin referirme a las figuras humanas que frecuentemente introduce Friedrich en sus cuadros. Son personajes estáticos, silenciosos, que contemplan un espectáculo de la naturaleza; personajes que nos dan la espalda, distraen nuestra atención de la superficie del lienzo en que están pintados y solicitan fijar nuestra atención sobre el espectáculo que ellos mismos contemplan.

Dos hombres contemplando la luna. 1819. 35 cm × 44 cm. óleo sobre lienzo. Gemäldegalerie Dresde
Puesta de sol (hermanos). 1830. Óleo sobre lienzo
Hermitage Museum, St. Petesburg