J.L. Sierra (19/9/2014)
Esta cancioncilla de versos repetidos y ritmo machacón que cantaban las niñas en sus corros le encogía el corazón al niño chico que yo era entonces, allá por los años treinta con algún pico. ¡Pobre niña Catalina! ¡Su madre la castigaba los días de fiesta! Yo, tan enmadrado y tan feliz con la perra gorda que mi padre nos daba los domingos y días festivos, no podía comprenderlo. Me sentía tan triste que ya no oía el resto de la letra sino solo el runrún insistente de las vocecillas del corro de las niñas. ¡Pobre Catalina!
Aunque tengamos la Historia pegada a los talones, me han hecho falta muchos años y una casualidad de internet para enterarme del resto de la letra. Ahora sé que el padre de Catalina era «un perro moro» y su madre «una renegada», y que la castigaban
Hasta ahora -¡qué tarde!- no me he dado cuenta de que esta ingenua canción infantil se refiere al martirio de santa Catalina de Alejandría. ¿Pero Catalina en Cádiz? Bueno, eso no sería objeción mayor si le aplicamos la sentencia del sevillano:
-¿Cómo dicen ustedes, los sevillanos, que Sevilla es la tierra de María Santísima, si ella era de Nazaret?
-Pero, hombre, ¿no sabe usted que en aquellos tiempos Nazaret pertenecía a Sevilla?
Lo que sí maravilla realmente es que la leyenda del martirio de Catalina, sin los medios de comunicación que hoy poseemos, haya atravesado toda la cristiandad, llegando hasta los confines de Cádiz, y se haya popularizado hasta el punto de convertirse en una canción infantil.
Se cuenta que al llegar el emperador Majencio a Alejandría -hablamos del siglo IV- asistió a un debate entre la joven Catalina y los filósofos de la ciudad. Con gran sorpresa del emperador –y mayor aún de la emperatriz- Catalina fue deshaciendo las argumentaciones de sus oponentes y logró convertirlos al cristianismo. Contrariado y airado, el emperador mandó flagelar a Catalina para hacerla callar. Como no logró su silencio, ordenó construir una máquina con una rueda provista de cuchillas afiladas para desgarrar el cuerpo de la joven. Esta salió ilesa de la prueba; no así la rueda, que quedó destruida. Finalmente, como ocurre en otros tantos casos martiriales, el verdugo recurrió a la espada para la decapitación.
El relato más antiguo de la vida de la santa se escribe quinientos años después de su martirio. La expansión de sus noticias arranca en la segunda mitad del siglo X y alcanza gran difusión en el siglo XII, promovida particularmente por los cruzados. No hace falta hacer un largo recorrido histórico-geográfico para comprobar la difusión popular de su culto, patronato e iconografía por toda la Cristiandad.. Sin embargo la carencia de argumentos históricos serios, cercanos a su martirio, ha hecho pensar a ciertos historiadores que estamos ante una figura literaria, creada para hacerle contrapunto a la famosa Hepatia de Alejandría, también del siglo IV.
En su rica iconografía se suele representar a Catalina con los instrumentos de su martirio: la rueda dentada, la espada y la palma de su gloria. También se suele recurrir a la simbología de sus colores: el blanco de la virginidad, el verde de la sabiduría y el rojo del martirio.
Desde el punto de vista artístico me gusta particularmente la representación del Caravaggio por lo que tiene de ruptura con el Manierismo y de apertura al realismo y naturalismo barrocos que abordan la realidad visible desde el contraste de luces y sombras.
Una luz lateral ilumina el busto de la santa y parte de la rueda. Lo demás, según su posición, se va sumergiendo en la sombra oscura. Ante esta revolución no es de extrañar que Nicolas Poussin, recién llegado a Roma tras la muerte del Caravaggio, no viera el nuevo camino que se le abría al arte y dijera de él: «Vino a destruir la pintura». En su naturalismo casi «plebeyo» el Caravaggio no tuvo empacho en ponerle a la santa el rostro de una cortesana conocida. Rostro en el que no hay asomo de exaltación o de éxtasis. Ni tiene nada de recogimiento sacro su modo de arrodillarse en un cojín rojo, sobre el que contrasta el amarillo de la palma; la joven se apoya negligentemente en el eje de la rueda, cubierto por una suntuosa tela verde-azul. Sus brazos, distendidos, se cruzan en paralelo y sus dedos, ágiles y sueltos, más que empuñar la larga y finísima espada del martirio, parecen tocar un instrumento musical de cuerdas. En fuerte contraste con ellos, en el rostro ausente de Catalina, sus ojos clavan una mirada acentuada que, más que dirigida al exterior, dejan asomar en ellos una visión interior que no es ni de exaltación, ni de gozo ni de paz, sino más bien de recuerdos. Visión de algo interior que al espectador no le es dado alcanzar.
No, no rezaré a la santa Catalina de este cuadro, pero me resultará difícil apartar de él la vista.