San Bernardo, imágenes y riqueza en la iglesia

El poder de la memoria

Tengo por admitido que la memoria es a un tiempo selectiva, imprevisible y olvidadiza. Se infla y se desinfla sin que sepamos cómo. De tanto oírlo desde mi remota infancia, tenía por incuestionable que el diez de agosto era el día más caluroso del año. ¿No había muerto san Lorenzo asado en una parrilla? ¿Qué más calor se puede aguantar? Si un diez de agosto amanecía nublado o lluvioso, la parrilla salía por sus fueros y mi creencia permanecía imperturbable, porque, a veces, ni lo evidente escapa a sus circunstancias. Pero un día, sin dejar huella, el diez se desentendió de San Lorenzo y se incorporó a las anodinas cifras del calendario.

Aparición de la Virgen a san Bernardo.
Filippino Lippi, 1486, Badia Fiorentina.

Lo contrario me ha sucedido desde que supe que el veinte de agosto florecía San Bernardo en el calendario. De una esporádica alusión al santo al rezar y atribuirle erróneamente la autoría del "Memorare, O Piissima Virgo Maria", mi memoria ha pasado a verse reiteradamente ocupada, ofuscada, y muy molesta al querer explicarme la actitud negativa del santo, no solo cada veinte de agosto, sino cada vez que se aborda alguno de los temas que dan título a estas notas, Imagen y riqueza en la iglesia. Temas tan recurrentes como confusos si no se definen previamente los términos en juego.

Criticar dialécticamente no es ofensivo. Quiero recalcarlo porque no pretendo ni por asomo enfangar la figura de un San Bernardo, personaje que admiro profundamente; personaje que por su polivalente actividad estuvo siempre en contactos con los múltiples problemas de su época, ha sido considerado por muchos historiadores la figura más relevante del siglo XII. Su calificación, post mortem, de “doctor mellifluus” no solapa las agudas diatribas dialécticas de sus escritos polémicos, claros y a veces con puntadas de ironía.

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Las notas que siguen solo pretenden subrayar puntos en que la posición de San Bernardo -en general restrictiva- difiere de la establecida en la Iglesia. Como fuentes de información he recurrido básicamente a su larga carta Apología al abad Guillermo de Saint Thierry y a la correspondencia epistolar del santo con el abad Suger, el famoso constructor de la lujosa basílica de Saint Denis.

Con permiso de quien me leyere, y en pro de simplificación y claridad de exposición, me dejaré llevar, a salto de mata, por una casuística poco académica pero sencilla:

Implicación

La implicación personal en un tema afecta enormemente al juicio que se emita. Ante una cofradía de Semana Santa me dijo un sevillano: “Si se vendiera toda esta riqueza, se acabaría la pobreza en Sevilla”. A lo que yo respondí: “Si se subastaran todos los cuadros del museo del Prado, se acabaría la pobreza en España.” Noté que mi interlocutor quedaba un tanto descolocado y prefirió callar. Y yo me quedé sin saber si aquel hombre tenía algo contra la Iglesia o, si por el contrario, era uno de esos reformistas que tiran piedras al propio tejado para repararlo. En todo caso el tema no le era indiferente; dejaba entrever un juicio negativo sobre la Iglesia.

En sus escritos vemos a un San Bernardo totalmente implicado en la recuperación de la espiritualidad monástica según la Regla de San Benito. Espiritualidad la suya descarnada, sin la mínima concesión a lo sensorial. Grado de espiritualidad tan alto, propio de los “hombres espirituales”, que, según él, no se puede exigir al común de los cristianos, “hombres carnales”, incluidos sus obispos:

Ellos (los obispos) se deben por igual a los sabios y a los ignorantes, y tienen que estimular la devoción exterior del pueblo mediante la decoración artística, porque no les bastan los recursos espirituales (Apología 28, 2).

La decoración artística, excluída de los monasterios cistercienses, queda reducida a función supletoria en las parroquias. La radical cita que sigue hace ver que la postura de San Bernardo no coincide con la que es normal en la Iglesia.

Pero nosotros, los que ya hemos salido del pueblo, los que hemos dejado por Cristo las riquezas y los tesoros del mundo con tal de ganar a Cristo, lo tenemos todo por basura. Todo lo que atrae por su belleza, lo que agrada por su sonoridad, lo que embriaga con su perfume, lo que halaga por su sabor, lo que deleita en su tacto. En fin, todo lo que satisface a la complacencia corporal (ibidem 3)

Del supremo nivel de la espiritualidad monástica, que promovía San Bernardo, se deduciría que el llamado “camino de perfección” tendría que transitar por la vida monástica, lo que sería teológicamente inaceptable, como lo sería igualmente el tener que renunciar al goce de la belleza para encontrarse con Dios. Decía al respecto San Juan Damasceno, de acuerdo con la tradición de la Iglesia: “La belleza y el color de las imágenes estimulan mi oración. Es una fiesta para mis ojos, del mismo modo que el espectáculo del campo estimula mi corazón para dar gloria a Dios”.

Imagen

La imagen es “figura, representación, semejanza y apariencia de algo”. Su característica fundamental es remitir a lo representado y darle presencia psicológica. A quien veas besando con ternura la foto de su madre y le habla con cariño no cometas el error de decirle que está besando una cartulina con sales de plata. Hay que estar ciego para no ver que allí se ha evocado una presencia psicológica que incluso puede ser de más quilates que la presencia física.

La Iglesia, concilio tras concilio, ha mantenido un paralelismo entre el valor didáctico evangelizador del libro y el de la imagen coloreada. En el IV Concilio de Constantinopla (869) se hace referencia a la fuerza operativa de la imagen (eikonurgías) a través del color. Su eficacia es inmediatamente beneficiosa tanto para los letrados como para los iletrados. Por el contario el concepto que tiene San Bernardo de la imagen es muy pobre. Deben desterrarse de claustros y de iglesias abaciales. En resumen, ignora el poder psicológico de la imagen y mantiene que su embellecimiento rebaja la devoción.

Riqueza en la iglesia

En temas como este conviene definir previamente en qué acepción tomamos los términos en juego. Según la Academia, iglesia con minúsculas es un lugar de culto, un templo. Iglesia con mayúsculas es la “Congregación de los fieles cristianos en virtud del bautismo”.

Riqueza es “abundancia de bienes y cosas preciosas”. Es muy importante subrayar que la riqueza no es necesariamente dineraria. De la doctrina de Jesús se deduce fácilmente que la riqueza dineraria no puede tener cabida en su Iglesia, la cual solo debe disponer de lo necesario para su desenvolvimiento.

¿Y qué decir de su riqueza en obras de arte, objetos de culto, etc? Simplemente que de suyo no son riquezas dinerarias, sino riquezas que pertenecen a un orden cultural y cultual más elevado. Su implicación con la riqueza dineraria supone una inversión de valores; inversión bastante arraigada en una sociedad que tiende a convertirlo todo en venal. Supongamos que un fan de Vermeer contempla las obras del maestro en su museo de Delft. Fácilmente nos lo imaginamos delante de cada cuadro “apreciando” (= admirando) el tratamiento de la luz tan propio del maestro. Pero difícilmente nos lo imaginaríamos delante de cada cuadro, con ojos crematísticos, “apreciándolo” (=poniéndole precio).

He aquí, pues, un término, apreciar, con dos acepciones que no se suelen aplicar por igual a los bienes culturales de la Iglesia y a los de la sociedad civil. ¿Por qué? ¿Acaso Dios rechaza la magnificencia y la riqueza no dineraria en su culto y templo? Todo lo contrario. Quiere ser glorificado en su liturgia y ofrendas selectas. Así lo vemos por doquier en la Biblia. Sea, por ejemplo, Exodo 25,1-40. Yahveh manda a Moisés acumular oro, plata, bronce y todo tipo de materiales preciosos para construir el Arca y la Tienda del encuentro, que el propio Yahveh diseña. Como dato curioso, el oro como elemento de construcción aparece citado una treintena de veces en los cuarenta versículos del capítulo 25.

Fue proverbial la enorme cantidad de dinero que atesoró David con el beneplácito de Yahveh para la edificación del templo que construiría Salomón.

Pero el ejemplo más claro de que el dinero no tiene por qué implicarse con la riqueza de los objetos cultuales lo tenemos en Marcos 14 y paralelos(Mt 26,6-13;Jn 12,1-8) :


3. Estando él (Jesús) en Betania, en casa de Simón el leproso, recostado a la mesa, vino una mujer que traía un frasco de alabastro con perfume puro de nardo, de mucho precio; quebró el frasco y lo derramó sobre su cabeza.
4. Había algunos que se decían entre sí indignados: ¿Para qué este despilfarro de perfume?
5. Se podía haber vendido este perfume por más de trescientos denarios y habérselo dado a los pobres.» Y refunfuñaban contra ella.
6. Mas Jesús dijo: «Dejadla. ¿Por qué la molestáis? Ha hecho una obra buena en mí.
7. Porque pobres tendréis siempre con vosotros y podréis hacerles bien cuando queráis; pero a mí no me tendréis siempre.
8. Ha hecho lo que ha podido. Se ha anticipado a embalsamar mi cuerpo para la sepultura.
9. Yo os aseguro: dondequiera que se proclame la Buena Nueva, en el mundo entero, se hablará también de lo que ésta ha hecho para memoria suya.»

La unción de Jesús dos días antes de su muerte es una acción puntual que no exime de la obligación moral de la sociedad -íncluída la Iglesia- de eliminar la pobreza. La pobreza del pobre viene de la riqueza monetaria del rico insolidario y no se soluciona convirtiendo en venales las riquezas cultuales ofrendadas a Dios, que obviamente no las necesita; ofrendas que revierten en beneficio nuestro, aupándonos al encuentro con Dios y a un “sursum corda” de admiración y entusiasmo (término éste que en su etimología griega significa algo así como “tener a Dios dentro”).

Iglesia de la Abadía de Fontenay

En los últimos capítulos de su "Apología al abad Guillermo de Saint Thierry" San Bernardo, cisterciense, pasa revista y critica durísimamente los desórdenes que observa en los monasterios cluniacenses. La cita que viene a continuación pertenece a una de sus diatribas contra la riqueza en las iglesias de los monasterios cluniacenses: Es evidente su discrepancia con los textos bíblicos anteriormente citados y con la praxis eclesiástica de embellecer la casa de Dios:

Vanidad de vanidades. ¿Vanidad o insensatez? Arde de luz la iglesia en sus paredes y agoniza de miseria en sus pobres. Recubre de oro sus piedras y deja desnudos a sus hijos. Con lo que pertenece a los pobres, se recrea a los ricos. Encuentran dónde complacerse los curiosos y no tienen con qué alimentarse los necesitados. (Ibiden 28,5).

La no distinción entre riqueza cultual o cultural y riqueza dineraria, notoria en San Bernardo, genera este tipo de crítica ácida que, falta de análisis, sigue vigente en sectores de nuestra sociedad. Crítica deshonesta por presentar el tema como un dilema, sin referencia a lo mucho que la Iglesia ha hecho y sigue haciendo por los pobres a lo largo de la historia.

Suger, el reverso de San Bernardo

Abside de la basílica de Saint-Denis

Suger, abad de Saint-Denis, fue uno de los personajes más relevantes del siglo XII; historiador, teólogo y poeta, diplomático hábil, consejero de Luis VI y Luis VII y regente durante la Segunda Cruzada, reconocido en la Historia del Arte como iniciador del estilo gótico con la erección de la nueva basílica abacial de Saint Denis

Si lo traigo a colación es porque su doctrina y práctica son la antítesis de las de San Bernardo, con el que mantuvo una tensa correspondencia. Suger buscaba ansiosamente riqueza para construir y embellecer la basílica de Saint Denis, cuyo taller de construcción fue comparado por el cisterciense con la fragua de Vulcano o, peor aún, con la sinagoga del diablo.

Frente a la radical y descarnada espiritualidad de San Bernardo, Suger defendía que el camino de la elevación del alma hasta la contemplación de las cosas divinas partía de la belleza material rectamente aprovechada.

Una pequeña antología de textos suyos basta para ver su discrepancia con San Bernardo.

"Nada es lo suficientemente valioso, ni suficientemente bello, ni suficientemente espléndido para contener las Sagradas Especies."

Caliz del Abad Suger.
Copa tallada en onice del S.I
montada con orfebrería del S.XII

"¿Los cristianos no podrían ornar con piedras preciosas los cálices de oro que contienen la sangre de Cristo?"

"La belleza de la casa de Dios debe, con mayor razón, dar a los fieles un anticipo de la belleza del Cielo."

"La visión de la belleza multicolor de las perlas a menudo me liberó de las preocupaciones de la vida exterior elevando mi alma por el deleite de los esplendores sensibles a la consideración de las diversas virtudes de que son símbolo".

"Esta visión (a la entrada en la basílica) me dio la ilusión de encontrarme, por así decirlo, en una tierra extranjera que de ninguna manera era la tierra de lodo de este bajo mundo, pero no era aún la región pura del Cielo.

"Así, me parece que a través del regocijo con la belleza material, podemos, con la ayuda de Dios, sentirnos transportados, por vía anagógica (elevación del alma en la contemplación de las cosas divinas, el éxtasis, etc.), al goce espiritual de la belleza suprema".

"Yo confieso que me parece lo más justo que lo más precioso sirva, ante todo, para la celebración de la Santa Eucaristía. Si, según la palabra de Dios, según las disposiciones de los profetas, las copas de oro, los recipientes de oro, los pequeños morteros de oro, servían para recoger la sangre de los machos cabríos, cuánto más conviene disponer de vasos de oro, de piedras preciosas y de todo lo que se tiene por valioso en la creación para recibir la sangre de Jesucristo. Aquellos que nos critican (se refiere a San Bernardo) objetan que es suficiente para esta celebración un alma santa, un espíritu puro, una intención de fe. Yo lo admito: es ciertamente eso lo que más importa. Pero afirmo también que se le debe servir en la ornamentación exterior y sobre todo, en el santo sacrificio, en total pureza interior; en total nobleza exterior."

Invariable cada uno en su postura, parece que decidieron amainar la tempestad. San Bernardo cesaría de criticar la riqueza que se invertía en la construcción de la basílica a condición de que Suger restaurara y conservara la observancia espiritual en su monasterio. Suger asintió. Resulta que el que soñaba con perlas y piedras preciosas, procedía, según confesión propia, de una familia humilde de campesinos, dormía en un jergón y vivía en una habitación muy pequeña.

José Luis Sierra Cortés

Madrid, 20 de agosto de 2023