A mis 85 años

José Luis Sierra Cortés

Aunque procuro evitarlo, los viejos somos propicios a dar consejos sin limitarnos «al que lo ha de menester» que nos indicaba el catecismo. El inocente viejo hace gala de su experiencia, sin caer en la cuenta de que la experiencia lo es «de» algo vivido personalmente en tiempo y espacio; cosa pues subjetiva e intransferible como una entrada a una final de campeonato de fútbol. Solo valen ciertas experiencias globales, porque tenemos idéntica naturaleza, u otras de corto alcance: «Señora, no espere aquí el paso del 149; sé por experiencia que los domingos no funciona». Y, más en general, sigue teniendo vigencia la coplilla flamenca: «el libro de la experiencia / no sirve al hombre de ná; / tiene al final la sentencia / y nadie llega al final».

Llegar al final, esa es la cuestión. Me rebelo contra la norma establecida de trocear la vida como una tarta, creándole etapas, siendo la última la vejez, denominada eufemísticamente tercera edad, cargando con las consecuencias nefastas del troceo. No. La vida es un flujo único, en continua gestación, donde, a través del tiempo, niño, adulto y viejo van cogidos de la mano, viviéndose el «yo» en perenne presente continuo.

Separar al viejo (no vegetativo, por supuesto) de su propio flujo vital es lo que socialmente se hace como norma establecida, como si ya no tuviera derecho a ciertas expansiones de su creatividad y sentimientos, a dirigir su vida, analizando y curioseando su propia evolución con el deseo de que muera antes el viejo que el curioso. No; el viejo tiene que someterse a un código establecido. –«Dicen que Don Macario, a sus 89, se ha enamorado de una empleada de la residencia» –«¡Vaya viejo verde!». Don Macario no tiene libertad para enamorarse, ni Doña Agustina para ponerse colorete, pintarse labios y pestañas y colocarse una blusa rosa. «¡Vaya mamarracho. Parece un periquito».

No estoy muy de acuerdo con la celebración del cumpleaños si este deja en la opacidad la celebración del kairós del día a día, de la sorpresa de sentirse y palparse vivo. Parece como si a la humanidad le faltara fuelle para mantener una continua actitud celebrativa. ¿Quién se acuerda de que no existió?

Algunos me preguntan cómo he llegado a viejo y en forma. No sé responder. ¿Qué es forma? Formación, información, deformación, reformación, transformación… Son mucho los matices a lo largo de la vida, una vida que me parece corta. Ni ser y estar son lo mismo. Estoy envejecido o, más bien, «usado», como me dijo un chavalín. Mientras se mire hacia el futuro nadie es viejo. Sin deseo de que sean consejos, las siguientes actitudes ante la vida me han servido:

Humor

El humor nos coloca un escalón por encima de la realidad para captarla en su totalidad, sin perder su sensibilidad, sin dejarnos avasallar por ella, relativizándola dentro de la totalidad que es la vida.

La Muerte.

La imagen adjunta lo dice bien. Mi Muerte nació conmigo sin yo saberlo. Cuando me daban el biberón ella también lo tomaba a escondidas. Un día me di cuenta de que no era una hermana bastarda y la coloqué a mi vera. Aprendí a mimarla como compañera de ruta. Como observé que era muy posesiva, antes de que me metiera en su danza (la horrorosa danza macabra) le eché cuatro piropos, la vestí de gala y la metí en mi propia danza. De este modo la tengo contenta e implicada, de suerte que el «hasta que la muerte os separe» se lo he puesto difícil.

Ideario.

Allá, por los 23 años, una tarde de febrero se me ocurrió concretar en unos versillos mi ideario. A pesar de tropiezos y naufragios sigue vigente:

Yo me voy haciendo niño; voy de sorpresa en sorpresa, de los almendros en flor al volar de las cigüeñas. Siento aumentar mi cariño por las cosas más pequeñas, por todo lo que se mueve, y por todo lo que empieza; por esta hojita del árbol que un verde jovial estrena; por todo lo que es posible, lo que se vive y se sueña. Aprendo bien la lección que aquí febrero me enseña, que lo viejo y que lo nuevo al mismo tiempo se gestan. Por eso no quiero norma, no quiero norma que venga diciendo lo que es real. Lo real está en la apuesta de unir el fruto a la flor, otoño con primavera; ver con los ojos abiertos aunque se cierren las puertas; ver con los ojos cerrados más allá de las fronteras. Por eso, niño del Reino, del Reino que ya se acerca, quiero marcarme unas normas de sueños y de certezas: «Del niño, espontaneidad en el ver y en el sentir; del hombre, profundidad en el pensar y el decir. Buscar la realidad, sabiendo que lo posible tiene su aspecto invisible anclado en la voluntad. Un mundo por estrenar; vida de verdes renuevos, dispuesta siempre a empezar. Sonrisa y visión total: niño con zapatos nuevos como actitud inicial».

Y una última actitud que ésta sí es aconsejable: Repetir frecuentemente las palabras de Jesús en la cruz: «Pater, in manus tuas commendo spiritum meum». En ellas reconozco mi insignificancia en el cosmos pero me deslumbra saber que para Dios soy importante.